Un espacio destinado a charlar acerca del cine, saboreando una taza de café (puede que más), sentados en torno a una mesa. Por el simple gusto de hablar por hablar acerca de una pasión compartida por una reducida infinidad, así nomás como son estas cosas.

Bienvenidos a mi hogar. Entren libremente. Pasen sin temor. ¡Y dejen en él un poco de la felicidad que traen consigo!

lunes, 29 de junio de 2009

DIGNIDAD, SIEMPRE DIGNIDAD

Desde luego, de la película "Cantando bajo la lluvia" ("Singin´ in the Rain", Stanley Donen, 1952) podrían extraerse escenas enteras, prodigiosos números de baile incluidos, hasta el punto que mejor sería buscar un ratito para volver a visionar enterito el DVD (por algún rincón de la estantería debe encontrarse escondido). Sin embargo temo que deberé esperar aún unos días para cumplir ese placentero deseo.

Por ejemplo, y sin ir más lejos, recuerdo que el número que linkeo en el párrafo anterior, ese energizante "Mak´em Laugh", hizo que un amigo pensara en perpetrar (ejem, preparar) un gag cómico basado en él. Para gran suerte, y no menor alivio, del propietario del sofá (y del salón, y ya que estamos hablando de propiedad, de la casa en sí) no se arrancó a ensayar de forma inmediata allí mismo...

Entre las múltiples escenas, porque son tantas y tantas, quiero hoy recordar una en especial. Corresponde al comienzo de la película, a ese momento en el que en la cúspide de la fama (siempre me hizo gracia esa expresión, da la impresión que quien goza de esa situación se mantiene allá arriba con los pies de puntillas, por miedo a caerse) Don Lockwood (Gene Kelly) rememora con no poco humor, y un chorrito de imaginación, sus "duros" comienzos en el mundo del cine. Pero sobre todas las cosas lo que más gracia me hace es precisamente el lema que siempre llevaba prendido de los labios y que entona con acento mayestático, henchido de orgullo: "dignidad, siempre dignidad".

No sé muy bien cómo explicarlo pero cada vez que lo recuerdo me acostumbro a reír solo.



Nota adicional: acabo de reparar en que el director de cine se apellida Dexter, dato que ya había olvidado y que me empuja a cumplir el rito de volver a visionarla una vez más lo antes posible.


martes, 23 de junio de 2009

domingo, 21 de junio de 2009

SIC TIBI MARE LEVIS

[En el episodio anterior… dejamos a la dotación que atiende al Loro Azul a merced de los filibusteros del capitán van der Dertien, peleando por sus vidas con cuantas armas se hallan al alcance de sus manos. Una vez iniciado el abordaje la encarnizada lucha pasa a desarrollarse sobre la cada vez más ensangrentada cubierta, entre mandobles, fintas y estocadas].








[MÚSICA DE ACOMPAÑAMIENTO].


Humillados.
Arrodillados de espaldas al castillo de popa.
Sentimos cómo las astillas se clavan hasta el mismísimo hueso.
Las muñecas, ateridas, sin sangre. Unos cabos húmedos, salitrosos, mantienen prendidas nuestras manos, pálidas a causa del frío; la humedad, la tirantez del cáñamo a medida que se seca, el miedo.
Un miedo terribe, cerval, franco terror, pánico; un conglomerado de sensaciones que hace que nos mantengamos cabizbajos, a la espera de nuestro fatal destino.


El combate ha concluido. A pesar de nuestro arrojo nada pudimos hacer para derrotarles. Eran muchos, demasiados. La metralla escupida por sus culebrinas había diezmado a la tripulación. Sólo nos había restado luchar, luchar y luchar, aunque sólo fuera por puro orgullo, o por desesperación.


A cada vano intento de elevar un tanto el rostro la punta de un sable, hincada muy levemente sobre nuestras gargantas hinchadas, nos obliga a reconsiderar nuestra intención, a agachar la cerviz, a rumiar por lo bajo el salado sabor de la derrota.
Agachados como estamos sólo alcanzamos a oír el tumulto organizado a nuestra vera y bajo nuestros pies y rodillas: las frenéticas carreras de acá para allá, entre gritos de triunfo y risotadas; las terribles maldiciones que proferían los que emergían de la bodega, sus manos vacías, al no haber hallado nada de valor salvo un cargamento compuesto por sacos y sacos de café. Café, nada de oro u objetos preciosos.


Tañido de una campana.
Sonidos de claveteos.
Latidos de nuestros corazones.
Goteo rítimico de la sangre al caer sobre cubierta, procedente de nuestras abiertas heridas.


Algunos de entre ellos se habían ocupado de asentar un tablón en la amura de estribor: un trampolín con vistas. Ahora bien, puesto a escoger entre un breve paseo coronado por una fatal zambullida o bien degustar un pegote de grasa de cerdo antes de ser pasado bajo la quilla encontrábamos preferible al primero. Siempre y cuando no se impacientaran y como resultado decidieran acudir a otros métodos más expeditivos tales como arrojarnos sin mayores miramientos por encima de la borda.
Mas algo me decía que el capitán van der Dertien y su tripulación gozaban de un espíritu harto juguetón.

[CAPÍTULO SIGUIENTE].

SURREALISMO


Cuantos le conocían habían procurado quitarle aquella loca idea. Se le aconsejó que la olvidara, que la borrara de su mente; mas sin éxito. No mejor suerte acompañó al abundante peregrinar de familiares y amigos hacia su residencia, en boca de todos el mismo ruego. No podía negarse su constancia y su terquedad, tanto en el caso de los unos como del otro, aunque en él la primera se plasmara desagradablemente en una amplia reserva de la segunda. Nadie conseguía convencerle.


El escritor que habitaba en su interior le urgía a llevar hasta el final su pretensión. No le arredraba el carecer de cualquier clase de conocimiento acerca del tema, ni siquiera que nunca hasta entonces se hubiera planteado seriamente acometer tan descabellada empresa. Aún más, ambas constituían razones de peso para emprenderla cuanto antes. Había leído multitud de textos consagrados a la cuestión, sintiéndose capacitado para iniciar el viaje. Sí, había dedicado muchas noches al estudio concienzudo de las novelas de Verne y Salgari, el "Moby Dick" de Melville, los folletines de piratas de Sabatini, las aventuras de Jack London...; en fin, en su imaginación había circunnavegado varias veces el Globo (como viva muestra varios aretes pendían de su lóbulo izquierdo).


Con pareja maestría e ilusión comenzó a navegar entre los píxeles de su monitor, sorteando tormentas de cursivas y arrecifes suspensivos, rozando cabos finales y huyendo de tribus inamistosas procedentes de islas de blancos márgenes,... Incluso su tez adquirió un tono tostado propio de un genuino lobo de mar. Algunos que le visitaron en aquellos primeros momentos aseguran haber visto una que otra gaviota aleteando cerca de la lámpara, en el brumoso techo.


Uno tras otro transcurrieron los días y la travesía novelada no cesaba en su avance, con el viento hinchando las velas de su creatividad. Acerca de su dureza proporcionaba una buena muestra el hecho de que nadie le hubiera visto salir de su camarote. Salvo algunos amigos y los encargados de avituallarle nadie accedía a la casa.


Y llegó el aciago día en que alcanzaron el previsto cumplimiento los vaticinios desplegados. Como involuntario testigo del desenlace un histérico proveedor de víveres; la causa del sobresalto, un silenciosamente boqueante cuerpo, todo ojos.


El escritor había perecido ahogado. No sabía nadar.

miércoles, 10 de junio de 2009

domingo, 7 de junio de 2009

FILIBUSTEROS AL FRENTE, FILIBUSTEROS A LA IZQUIERDA, FILIBUSTEROS A LA DERECHA


[En el episodio anterior: el Loro Azul sufre el acoso y subsiguiente ataque de un buque pirata. A pesar de la violenta resistencia interpuesta por sus tripulantes nada pueden hacer para evitar el abordaje. Ambos buques, unidos por decenas de maromas, mantienen un mismo rumbo fatal.
Sin tardanza los primeros filibusteros saltan sobre la cubierta].





[Música de acompañamiento]

"El Deméter, es el Deméter".

Ese y no otro era el grito que resonaba de proa a popa, mientras luchábamos con cuanto teníamos a mano, bien fueran sables, simples maderos o los mismísimos dientes si era preciso.


El Deméter, el barco del capitán Harmen van der Dertien "el Javanés", un filibustero que primeramente había asolado los mares de Sumatra y Borneo, en lucha perenne ora contra la Compañía de las Indias Orientales ora contra la competencia (en su mayoría piratas chinos no menos feroces que él), mostrando en ambos casos la misma falta de clemencia y un ardor parejo. Desde hacía ya un par de años había decidido cambiar las localizaciones de sus pillajes por otras aguas más provechosas, para lo cual le fue preciso emprender la hazaña de Drake: doblar el mítico Kaap Horn (el Cabo de Hornos), bajo el implacable azote de los "cuarenta bramadores", los terribles vientos que asolan esas latitudes, levantando a su paso olas cual montañas que sepultan bajo su corona de espuma velámenes y jarcias.

Ya no nos restaba otra posibilidad que redoblar aún más nuestros mandobles...

¡Venderíamos cara nuestra piel antes de surcar el Aqueronte!



"Réquiem de Guerra", opus 66, de Benjamin Britten

viernes, 5 de junio de 2009

GRETA GRAY YA NO VIVE AQUÍ



La mujer permanece inmóvil en el centro del dormitorio, como una estatua que sólo aguardara la orden del artista para cobrar vida. Con qué fulgor refulgen las perlas del collar, bañadas por la luz cenital que proyecta desde el techo la lámpara. Sólo unas tristes bombillas, nada de poderosos focos abrasadores. Tampoco se vislumbra cámara alguna. Ni siquiera un enjambre de técnicos expectantes, atentos a las indicaciones del director de turno. No hay nadie para gritar las mágicas palabras: "¡cámara, luces, acción!". Se encuentra nuevamente sola, sola allí en medio de la habitación.


Pero, ¡un momento! Como si en su interior hubiera escuchado la orden maravillosa empieza a avanzar hacia el tocador. Lentamente, paso a paso. Quizás aún imagine que a su vera una cámara invisible está filmando sus delicados pasos, a medida que pisa con cuidado sobre las marcas de tiza trazadas en el suelo. Mas nadie más ocupa la habitación. Está sola. Nuevamente sola.


Se sienta ante el tocador y echa una mirada a su rostro, aún joven. Con mano trémula alcanza el desmaquillador. El espejo le devuelve el reflejo del fulgor de sus grandes ojos: dada su naturaleza los espejos no traicionan, sólo muestran lo que ven, y su gran belleza no escapa a su perspicacia.


A la mente de la mujer aflora un recuerdo procedente de varios años atrás: otro espejo, otra habitación, otro país, otro continente. Aunque de eso ya hace casi veinte años.


Sin embargo ahora vuelve a estar sola, nuevamente sola. Ya no queda rastro alguno de la jovencita tímida que, alborozada, se prueba el exquisito vestido que Mauritz Stiller le había comprado expresamente. Su pudor agradece el gesto caballeroso del hombre: en tanto se desnuda, él, gentil, le da la espalda. Lejos se encontraba de imaginar que un espejo (otra vez los espejos), estratégicamente situado, recrea el reflejo de su alba figura para deleite del director de cine.


Hoy, allí, no hay más que un espejo, un espejo y ella, ella junto a sus recuerdos. Ningún testigo rompe la morosidad que imprime a cada uno de sus movimientos: el bueno de Mauritz hace ya muchos años que hizo su último mutis a través de la cuarta pared para no regresar jamás.


Ahora quien se sienta ante el tocador vuelve a ser ella misma, y al tiempo alguien diferente, muy diferente. Cosas así son las que lee en las líneas escritas en la mirada que refulge sobre la superficie azogada.


Greta Garbo retorna a ser quien siempre fue: una mujer que vivía en Estocolmo bajo el nombre de Greta Gustafsson, una jovencita aficionada a actuar en representaciones teatrales.









Lo ha decidido. Nada ni nadie la hará cambiar de opinión. Ella, que ha sido reina y cortesana de lujo, personaje trágico de Tolstoi y comisaria política destacada en París, que ha vivido en habitaciones de hotel recreadas en celuloide, donde paradójicamente también mostraba por exigencias del guión su íntimo deseo de permanecer sola, vuelve a ser ella una vez más.


Atrás quedarán los lujos, las cámaras, las cenas, los focos, las fiestas, las recepciones, las tomas repetidas incesantemente, los guiones,... Atrás, muy atrás quedarán sus otras vidas.


Pasarán los años y envejecerá mas, al contrario que el Dorian Gray de Wilde, su imagen permanecerá por siempre inmarcesible. Greta Garbo, la Divina, proseguirá habitando en las miradas de cuantos asistan a sus evoluciones en la gran pantalla, vivirá en las pupilas de cuantos curiosos dispongan de la oportunidad de examinar sus fotografías, permanecerá por siempre en la mente de sus incontables admiradores. Mientras tanto ella continuará viviendo su propia vida, ajena a los sueños que vayan entretejiendo a ritmo frenético los productores de los estudios.


Entonces sonríe. No, no sonríe. Ríe. Su risa clara y límpida llena la estancia. Se trata de una carcajada triunfal, un desahogo por medio del cual por fin logra desembarazarse de la tensión que le ha ocasionado el tomar su grave decisión.


Entre tanto el espejo, en un último guiño, o quizás, quién podría esclarecer el misterio, a modo de travieso homenaje, le devuelve la imagen de otra mujer, una mujer que ha roto a reír mientras permanece sentada a una mesa en un restaurante de París.





Nota adicional: contaba el director de fotografía Milton Krasner una anécdota acerca del rodaje de la película "Doble Vida" ("A Double Life", George Cukor, 1947). Necesitaban recrear un rayo de luz que caía sobre el escenario, mientras los actores protagonistas, Ronald Colman y Signe Hasso, representaban "Otelo" de Shakespeare. El profesional no sabía cómo lograr ese efecto y se devanaba los sesos en busca de una solución que se obstinaba en no mostrarse. En esas estaba cuando se le ocurrió una idea: un pintor dibujó con tiza el rayo de luz sobre una pizarra negra, seguidamente filmaron el reflejo sobre un espejo para mostrar aquel rayo cayendo sobre la pareja actoral. De esa manera obtuvieron el efecto buscado.

Cuando Sacha, el señor Pond y un servidor contemplamos el dibujo original contenido en este artículo recordamos esta anécdota. Al observarlo con detenimiento sentimos toda la poderosa fuerza inherente a la mirada de la Divina, "reflejada" en el espejo de su imaginario tocador. El cúmulo de emociones que nos embargaron se la debemos al arte y al buen hacer de M***, quien gentilmente aceptó nuestra petición de recrear por medio del carboncillo y la tiza aquella su profunda mirada.
A fuer de sincero que el resultado ha superado por completo todas nuestras expectativas.

miércoles, 3 de junio de 2009

TOQUE DE ZAFARRANCHO

[En el episodio anterior: el señor Pond se haya recordando viejas tradiciones marinas cuando, sin previo aviso, la fantasía irrumpe en la realidad bajo la forma de un galeón pirata. En lo más alto de su palo mayor ondea la “Jolly Roger” roja: la más temida de las enseñas piratas, la advertencia de que no existirá muestra alguna de compasión para con los supervivientes, si es que acaso queda alguien vivo tras la terrible conflagración que se avecina].




¿Quién en su niñez no disponía de una lugar en el que guarecerse, lejos de las miradas inquisitivas de los adultos? La casa en la que vivían mis abuelos era una casería rural, como tantas otras que pueden encontrarse por el occidente de Asturias: la planta baja ocupada por las estancias del día a día (cocina y despensa) y la cuadra anexa donde pernoctaba el ganado, a la que podía accederse por una puerta interior, sin necesidad de salir a la intemperie para entrar a través del portón corredizo. Sobre esta última, entibiada por el calor de los animales, se levantaba el primer piso, la zona llamémosla noble, o lo que es lo mismo, los dormitorios y una pequeña sala de estar. Y encima de ella, al final de una estrechísima escalera encajonada, tras una puerta que siempre permanecía cerrada, al final de unos carcomidos escalones que comenzaban en el mismo vano, estaba el desván.
Era aquella (y sigue siéndolo) una estancia angosta y sumida en la penumbra, sólo rota por la luz procedente de un único bombillo. Entre trastos y cachivaches de otra época, reliquias de los anteriores moradores, desde mis tatatarabuelos a mis abuelos, se ocultaba un pequeño tesoro.
No piensen en cofres ni arcas, sino en algo mucho más preciado: la colección de comics infantiles de mi tío: comics y cómics, a peseta y cuarto el ejemplar, formando un montón heterogéneo y desordenado.
Por aquellas viñetas deambulaban valerosos marinos como "El Cachorro", quien daba nombre a la colección, y su fiel amigo Batán; fieros piratas caribeños como Morgan, el capitán Baco o el Olonés; piratas berberiscos como el sanguinario Abu Seif; o segundones no menos malvados como Quasimodo. Por allí desfilaban pistolones, mosquetes, hachas, sables y alfanjes, cimitarras y puñales. "¡Voto a bríos!", "por cien mil cachalotes" y otras expresiones similares eran los únicos exabruptos admitidos, mas para el niño que yo era por aquel entonces eran más que suficientes como para transmitir la fiereza de los combates, abordajes y zafarranchos de combate.



Nadar en aguas infestadas por escualos, el puñal aferrado entre los dientes, bucear bajo la quilla del galeón pirata para ascender por una maroma hasta la cubierta; caminar sin ser visto hasta la santabárbara para inflamar la pólvora con ayuda de una vela y un poco de yesca...

Lo curioso es que aquel mundo fantástico sólo se materializaba en aquel rincón de la casa. Una vez al mes, durante el fin de semana en el que en compañía de mis padres visitaba la casa de mis abuelos. Sólo comprendí esa lección tiempo después, demasiado tarde, justo cuando cometí el error de llevármelos a mi casa. Como consecuencia la magia se rompió...

Aquellas historias, lejos de su entorno natural, se fueron marchitando en contacto con el día a día.







Humo. El fragor de las piezas de artillería escupiendo su metralla. Esquirlas y metralla que barren nuestra cubierta. El aire irrespirable a causa de mil astillas. Gritos desaforados. Olor a pólvora por doquier. Una certera andanada atraviesa de parte a parte el castillo de popa. Entre violentos crujidos la puerta del camarote del capitán salta de sus goznes. Prosigue el cañoneo. Astillas. Humo. Ya se ha dado orden de repartir mosquetes y pistolones entre la tripulación.


Apenas nos resta munición. Ambos navíos ya en paralelo. Casi podemos tocar con nuestros dedos las bocas de sus cañones, ahora mudos. Preparamos las hachas. Con silbidos premonitorios a masacre atraviesan el hueco entre ambos barcos los primeros garfios. Hincados en la borda preceden a sus cordajes. En vano tratamos de seccionarlos. Por cada uno que segamos surgen cinco más. Crujidos del barco apresado. Diríase unido en destino al galeón atacante.


Una voz gutural, como procedente del mismo averno, hiende el aire, al otro lado de la maraña de cáñamo: “¡Caballeros! ¡Dispongan los reales de a ocho para Caronte!”.


Los primeros de entre ellos saltan sobre nuestra cubierta…

[CAPÍTULO SIGUIENTE]