"Memorias de África" ("Out of Africa", Sydney Pollack, 1985)
B.S.O. "Out of Africa", John Barry
"[...]
Habíamos montado el campamento en las cercanías de unos árboles de rugosa corteza. No más que cuatro tiendas donde dormir protegidos bajo las mosquiteras de la nube de insectos del verano. En torno a la hoguera central nos sentábamos mi amigo Daniel y yo. Él fumaba su pipa lentamente, pensativo, conformando con sus labios nubecitas azulencas al expulsar el humo. A mi vera descansaba mi “rifle del 300”. A pesar de que varios centinelas montaban guardia en previsión del ataque de alguna leona hambrienta en busca de comida para su prole toda precaución era poca, tal y como me había enseñado la experiencia.
Permanecíamos silenciosos, sumidos en nuestros pensamientos personales. Quizás Daniel estuviera pensando en su lejana casa de Buckinghamshire. Allí le aguardaban mujer y dos retoños. A ellos no les había afectado la enfermedad del continente africano. Esa fiebre que te rodea cuando pisas por primera vez sus amplias sabanas. Él por su parte aún se encontraba convaleciente, como yo mismo. Seis meses al año se ocupaba de cazar animales para los principales zoos europeos y americanos. El legendario Adolf, el elefante que residía desde hacía ya casi una década en el de Berlín, había sido una de sus primeras capturas, casi recién llegado al continente.
Yo, yo también meditaba. Me ayudaban los sones de Mozart que emergían del fonógrafo. El adagio de su concierto para clarinete me recordaba a Karen, allí, en su cafetal al pie de las colinas de Ngong. Los dos, Daniel y yo, habíamos dejado muchas cosas atrás.
Entonces oí el grito de uno de los centinelas. Saltamos al unísono aferrando los rifles, amartillándolos con un gesto reflejo. Antes de que fuera plenamente consciente del peligro real uno de mis hombres se aproximó al fuego, entre las tiendas. Las monturas piafaban coreando los chillidos procedentes de un bulto negro brillante al que arrastraba con la mano no ocupada por el arma. A la luz de las llamas reconocí la forma de un muchacho pataleante con los grandes ojos abiertos de par en par, el blanco destacando sobre su desnudez.
-Le encontré rondando el campamento, kadu -la palabra con la que los guías “m´baga” nos denominaban a los cazadores blancos, similar a nuestro señor-. Seguramente pretendía robar comida. No es más que un ladronzuelo.
Yo no dejaba de observarle fijamente, sin prestar atención a mi guía. Aquel muchacho no parecía un mero ladrón. Yacía algo en su temerosa mirada, en la dirección en la que la arrojaba, más allá de los intentos cada vez menos bruscos por soltarse. Sin duda se percataba de lo infructuosos que eran sus esfuerzos por desasirse. Entonces comprendí lo que ocupaba su atención. Sí, la fijaba por momentos en el fonógrafo.
-¡Un wai-wusi!
Estas palabras las pronunció Daniel. Se había sacado la pipa de la boca y no dejaba de observarle con bastante detenimiento. Un wai-wusi, raro era encontrarse con alguno. Merced a la suerte podías cruzarte con la carrera rítmica de varios masais por la sabana en pos de la caza, pero un wai-wusi, y además de tan corta edad...
Hacía unas décadas habían gozado de una fama terrible. Todo ello porque disfrutaban con la costumbre de quedarse como recuerdo las cabezas reducidas de sus enemigos. Un compatriota mío, Ruffus Mathews, lo había experimentado en sus propias carnes como parte de una experiencia sin duda inolvidable. Ahora residía, el cuerpo nunca fue hallado, sólo su cabeza, en Berlín. Un explorador belga la había comprado a cambio de un puñado de aretes y varios collares con cuentas de cristal. Tan molesta costumbre para enemigos y viajeros despistados fue erradicada merced a la intervención providencial de los misioneros franceses. No lograron cristianizarlos pero sí eliminaron éstas y otras manías poco elegantes para ser referidas en las salas de fumar de las casas de campo.
-Sí, sin duda.
Estas palabras de Daniel me sacaron de mis evocaciones y me devolvieron a la presencia del niño. Ya más tranquilo había dejado de agitarse. Su atención toda estaba ocupada por la máquina musical.
-¡Suéltalo, Batai!
Al punto, sintiéndose libre, se aproximó temeroso al fonógrafo. Lo rondaba medio agachado, inclinando su cabecita curiosa. En ese preciso momento cesó la música y como consecuencia se quedó quieto, inmóvil. Justo cuando se abrió paso el tercer movimiento. Dio un pequeño salto alejándose mas tras reponerse de la primera sorpresa volvió a aproximarse lentamente para sentarse acto seguido a su vera.
Con un gesto de la mano despaché a Batai. Daniel y yo, por nuestra parte, volvimos a sentarnos junto al fuego, los rifles reposando de nuevo a nuestra vera. Mi compañero volvió a darle un par de chupadas a la pipa y soltó unas bocanadas. Ambos, silenciosos, nos sumimos en nuestros pensamientos, sin prestar mayor atención al chico quien, ajeno a nuestra presencia, disfrutaba de su hallazgo.
Cuando terminó el disco levantamos las cabezas. No quedaba rastro alguno de la visita. Había desaparecido silencioso, sin producir el más mínimo ruido. Yo sonreí, pensando en la historia que contaría a su regreso al poblado, miré a Daniel y volví a pensar en Karen.
Esa fue la primera y única vez que vi a un wai-wusi.
[...]
[Extraído del diario de Denys Finch-Hutton]".
"Crónicas de los wai-wusi", J. R. Igar, Ediciones Bosco (2006).
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