Un espacio destinado a charlar acerca del cine, saboreando una taza de café (puede que más), sentados en torno a una mesa. Por el simple gusto de hablar por hablar acerca de una pasión compartida por una reducida infinidad, así nomás como son estas cosas.

Bienvenidos a mi hogar. Entren libremente. Pasen sin temor. ¡Y dejen en él un poco de la felicidad que traen consigo!

martes, 29 de mayo de 2012

ESA SÍ QUE ES OTRA HISTORIA...


Esta mañana el señor Pond se levantó con una ligera tendencia a la dipsomanía, enfundada en un terno gris marengo, camisa blanca, corbata negra con minúsculos lunares blancos y pañuelo a juego en el bolsillo superior de la chaqueta.


Como consecuencia no solicitó al bueno de Sacha su consabida taza de desayuno de café con leche (corto de leche, largo de café, un solo sobre de azúcar) acompañada por un cruasán partido a la mitad, untado con crema de queso a las finas hierbas, y vaso old fashioned de zumo de naranja recién exprimido. No, esta mañana solo pronunció dos palabras: "dry martini, gracias". Justo después de dar los buenos días, como persona educada que es.


De inmediato, Sacha, mientras desplegaba copa, vaso mezclador, botellas de Martini Extra Dry y ginebra Seagram´s cambió el CD en el equipo reproductor.




"Creole love call", Duke Ellington Orchestra


Entre tanto en la calle el servicio municipal de limpieza baldeaba la calle con el motocarro-bomba..., mientras que en el interior del local empezaba a formarse una invisible nube acre...


Cuando el cóctel estuvo preparado, el señor Pond se lo bebió de dos sorbos, no sin antes emitir un juramento: "¡Al carajo la Volstead Act!".







Una vez cumplido con su ritual, rito o cómo quiera que lo denominemos, califiquemos o etiquetemos dirigió hacia mí su mirada, quien sorprendido por su actitud solo había acertado a remover una vez tras otra mi café cortado de la mañana.
Aunque sus ojos me decían "tenía sed" no fueron estas las palabras que pronunció, sino otras muy diferentes: "voy a contarle un relatito". Un relatito que transcurre en un bar, el Gino´s, y cuyo narrador, originalmente, es un gato que pasa su existencia entre los taburetes y las mesas, o al pie de la barra, según sus apetencias de cada momento...
Se comprenderá que dejara de remover (que no agitar) mi café, amén de que finalmente me lo acabé tomando frío, muy frío.



"Nunca debí cambiar el whisky por los martinis”.
Supuestamente se las tiene por las últimas palabras que pronunció aún en vida Humphrey Bogart (Bogie).

"Uno abre un bar y, a resultas de una acción tan banal como esa, ¿cuál es el efecto inmediato que se obtiene? No puede ser menos simple: en el local aparecen clientes. Sé que la presente no deja de ser una evidente perogrullada, que no se precisan unos amplios conocimientos sobre economía para razonarla. A ver cómo se las iban a ingeniar Norberto [dueño del Gino´s, bar donde transcurre la historia] y sus colegas de gremio para llegar a fin de mes si no fuera gracias a esta decisión adoptada por un buen número de gente, sin que quepa hablar en ningún momento de motivos altruistas, por ninguna de ambas partes.

A menos, se entiende, que entre tanto alguna mente lúcida discurra otro método más efectivo para obtener alimento a partir del aire. Como por ahora no parece que las grandes corporaciones se hallen muy interesadas en dedicar sus fondos a financiar una línea de investigación como la descrita quien abre las puertas de su establecimiento debe no sólo conformarse con los que entran sino ir aún más allá, debiendo incluso elevar su agradecimiento más sincero al que sea su dios personal por el hecho de que la gente siga haciéndolo, ya se asume por descontado que a su presencia la acompañen con el consabido consumo.

Gracias les sean dadas a ese dios desconocido porque sean personajes como "Dragó" [el apodo de uno de los clientes] los que menos brillen merced a su abundancia; como gato que soy comprenderéis que emplee esta referencia clásica para autoexcluirme de esas vuestras disquisiciones teológicas. Porque se debe reconocer que son los casos relevantes como el suyo los que se empeñan en derribar con porfía el aserto económico cuyo enunciado señala que el ingreso marginal ha de igualar al coste marginal; lo demás ya no es negocio sino genuina ruina. En su caso cabe calificar al primero como nulo y en cuanto al segundo, con respecto al segundo, y por tratarse de una apreciación subjetiva de aquél que sufre su sibilino ataque, ya resulta algo más dificultosa su cuantificación exacta. A pesar de que presente algunas variaciones según los días y su estado de humor podría señalarse sin titubeos, acogiéndonos al empleo de una expresión matemática, que sin duda tiende a infinito.

Sin embargo no toda la gente que accede al local da muestras de un comportamiento ni tan siquiera lindante al que despliegan los de su especie. Hay que mencionar que, si bien muy raramente, es justo afirmarlo, se deja caer junto a la barra alguien que merced a su mera aparición compensa con creces un larguísimo año trufado con las parrafadas a cargo del ingenio, se sobrentiende que uso este término con abundante ironía, que dispersan tanto los "Dragó" como quienes conforman su camarilla de prosélitos.

Precisamente constituye el ejemplo de una de esas raras excepciones aquél individuo que un buen día apareció por la acera arrastrando una maleta rígida de mediano tamaño, cuyo desplazamiento era facilitado gracias al par de ruedas de las que disponía. Al pasar por delante del Gino´s, fuera por la sed o bien por regalarse un descanso después de tanto esfuerzo, tomó la decisión de internarse en su interior para refrescarse la garganta, bastante reseca a causa de su batallar arrastrando el equipaje.

Si durante su vida les ha tocado viajar y por ende recorrer los interminables pasillos con los que los arquitectos se empeñan en llenar aeropuertos y estaciones de autobús y ferrocarril reconocerán al punto la modalidad de equipaje a la que me refiero. Una patente muestra de la democratización adquirida por el rumbeo, tan lejana, ¡ay!, a la mucho más selecta de antaño. Qué quieren, el que ha percibido aunque sólo sea durante una única ocasión en su vida el aroma añoso que se desprende del equipaje manufacturado por los artesanos de Louis Vuitton no logrará olvidarlo fácilmente durante el resto de sus días.

Tratábase de un hombre que ya había traspasado las lindes de la última edad, a la vista de su aspecto frisaría la setentena, pero que a pesar de su imagen avejentada todavía se manejaba con soltura y lozanía, hasta tal punto que a cada paso demostraba el no carecer de las fuerzas intrínsecas a alguien más joven. Esto lo deduje al observar el remolque de la pesada maleta puesto que en todo momento desplegó unos andares ágiles y cadenciosos.

De estatura por encima de la media, sin que a raíz de esta apreciación hayan de inferir que fuera muy alto, se enfundaba en un elegante terno color gris marengo confeccionado con lana fría. Ya no resulta muy habitual contemplar a un hombre vistiendo al tiempo chaqueta, pantalón y chaleco a juego: la tríada distintiva del caballero. Por el Gino´s sólo Federico Briones mantenía la ocurrencia de conducirse con esa indumentaria y aquel individuo la portaba con una elegancia y una distinción que en nada desmerecían a las maneras propias del argentino. No se escaparía a un ojo atento su búsqueda de una apariencia juvenil, una imagen que le procuraba el tono levemente rosáceo de la camisa, a juego con el rojo burdeos de la corbata, cuya superficie la pespunteaban unos dibujitos en tono gris perla para nada alambicados. Otro distintivo de su cuidado eran los dos centímetros que asomaban los puños de la camisa por debajo de la manga de la chaqueta, lo justo como para mostrar unos gemelos decorados con un esmalte grana. Tampoco el calzado desentonaba con los otros componentes de su vestimenta pues al andar las luces arrancaban brillos bajo los dobladillos a unos lustrados zapatos picados con cordones, manufacturados en un cuero de un delicioso marrón claro que para nada desmerecerían a los que enfundaban en su época a los pies del duque de Windsor.

Quiso la casualidad, madre de las mayores ocurrencias del destino, que su aproximarse a la barra se hallara remarcado por los sones a cargo de Lee Morgan. El trompetista de hard bop estaba interpretando con su reconocida maestría su clásico tema "The Gigolo". ¿Vestiría aquel extraño de Armani? No me atrevería a negarlo.

-Buenos días. Espléndido álbum éste -le dijo el desconocido a Norberto cuando el barman se aproximó para preguntarle lo que deseaba beber-, y se reconoce que Shorter le arropa inconmensurable con su saxo, ¿acaso no está usted de acuerdo?

Como norma de la casa Norberto mantenía por costumbre el no hacer distingos entre sus clientes. Para él en los casos de Federico Briones, el psiquiatra, y Genaro, el panadero, por referirse a dos ejemplos cualesquiera entresacados del grupo de habituales, ante todo primaba la condición común de tratarse de clientes, además de gozar ambos de la condición de compartir su amistad, sin que cupiera diferenciarlos a la hora del trato porque el psiquiatra siempre luciera traje y corbata y el panadero acostumbrara en cambio a acercarse por allí vistiendo su ropa de trabajo, moteada por alguna que otra mancha de harina. Ahora bien, cuando una persona como la descrita aparecía por el bar y para romper el hielo identificaba en voz alta exactamente un tema de jazz Norberto flexibilizaba un tanto esa norma.

-Buenos días. Sí, un buen tema -contestó un tanto lacónico-. ¿Qué desea tomar el señor?

Si el recién llegado apreció un tizne de sequedad en las palabras de Norberto se guardó muy mucho de manifestar su impresión al respecto, se limitó a solicitar con un habla pausada y suave la consumición que deseaba.

-Agua con gas. Con una rodajita de limón, si me hace el favor.

Mientras el barman se dirigía hacia uno de los refrigeradores en busca de la bebida solicitada se permitió echar un largo vistazo en torno suyo. No dejó de reparar en el cuadro de gran formato que representaba a don Damián en la cumbre de su carrera teatral, portando los ropajes propios del rey Ricardo III, ni tampoco en las miradas que los habituales le dirigían: el averiguar la procedencia y ocupación de tan distinguido caballero disculparía que se estuvieran devanando los sesos.

Al oír expresiones del tipo “los cubro” y “siete a uno” el desconocido permitió que se arqueara su ceja derecha con levedad, mas de inmediato se encaró de nuevo con la barra para observar la diligencia con la que Norberto escanciaba con un cascabeleo el contenido de la botella de agua en una copa ancha, para concluir la maniobra dejando caer a modo de flotador una rodajita de limón verde que previamente por medio de unas pinzas había recogido con sumo cuidado. Al igual que había ocurrido cuando percibió las lacónicas frases carentes de mucho sentido se disparó otra vez el arqueo de su ceja derecha, mas como entonces tampoco esta vez efectuó comentario alguno.

Ya atendido el cliente Norberto se alejó para continuar secando los vasos que había extraído del lavavajillas, labor en la que se encontraba enredado cuando había hecho su entrada. Sin embargo como conocedor de cuanto se cocía por su bar él sí que se quedó mirando de hito en hito al grupito que no apartaba la atención del cliente, estado que sólo alteraban para centrarse en el intercambio de cuchicheos que en resumen no dejaban de ser similares a los antes oídos.

Los del Club de Ludópatas Judas Iscariote no desechaban ninguna oportunidad, por nimia que pareciera a ojos de los profanos, para dar rienda suelta al que no dejaba de ser su vicio privado: la formulación de apuestas.

Ustedes conocen a Norberto y saben que de por sí no suele ser tan digámoslo así cortante, y que ni muchísimo menos adopta una actitud semejante con los que constituyen perfectos desconocidos. Mas también habrán de reconocer que ni de lejos soportaba a los que se las daban de grandes entendidos. Quizás no cupiera calificar como un fatuo al individuo que le había solicitado el botellín de agua mas durante su contacto inicial se había propuesto no otorgarle de primeras unas excesivas confianzas. Su instinto profesional le susurraba que no se hallaba ante un cliente corriente y por tanto deseaba antes aguardar un poco hasta ver los derroteros que tomaban los acontecimientos.

A todas éstas el objeto de tanta atención, dado su ensimismamiento se le podía suponer ajeno por completo a la expectación causada, se limitaba a solazarse con su agua carbonatada al aroma de limón y a hojear un ejemplar de “El País” que se había encontrado sobre la barra.

Al mencionar la presencia del periódico me doy cuenta que no les he explicado una singularidad más del Gino´s. Cada día de la media docena que componían la semana comercial el repartidor de la prensa dejaba a primera hora de la mañana un fardo que contenía sendos ejemplares de dos periódicos: uno, el más manoseado con luenga diferencia y que versaba sobre temas deportivos, otro ya más centrado en el ámbito regional, muy leído por los asistentes aunque no tanto como su compañero, e indefectiblemente añadía a los anteriores ya no uno si no dos de “El País”.

¿Por qué precisamente dos de este último? La pregunta lejos de ser retórica surge de inmediato a causa de lo inusitado del hecho y es por ello por lo que creo preciso incluir aquí mismo una aclaración. Ese comportamiento había venido obligado por las circunstancias concurrentes. Porque daba la casualidad que en cuanto Águeda entraba en el establecimiento monopolizaba por entero ese diario. La mujer podía pasarse horas y horas leyéndolo, y casi se diría que hasta estudiándolo, pues tal era el detenimiento con el que se aplicaba a su lectura que a nadie le extrañaría si se hubiera justificado, si es que hubiera considerado conveniente dar una justificación, explicándoles que se encontraba preparando unas oposiciones a funcionaria autonómica. Mas en aquel momento al no encontrarse la mujer sentada a su mesa, bebiendo su acostumbrada copita de licor de avellanas, el compañero permanecía disponible y reposaba a la espera de algún lector que lo sacara de su momentáneo letargo, doblado con cuidado en el expositor.

Aclarado este punto prosigo.

Una vez concluido el álbum que tan acertadamente había identificado el desconocido Norberto, que aquella mañana parecía sentirse nostálgico de carácter, puso en el reproductor otro disco del mismo palo y una vez realizado este proceso retomó a la labor de secar los vasos.

No bien empezaron a sonar las notas de un piano desgranando “In a sentimental mood” cuando el cliente levantó la cabeza, una vez más la ceja derecha arqueada, y sin bajarla siquiera clavó sus ojos en el barman.

-Disculpe -le dijo-. No es mi intención interrumpirle en el cometido que realiza -una pausa-, pero, ¿no es por un casual Petrucciani el que toca ese piano?

Otra pausa, la ceja ya vuelta a su sitio, los ojos a medio cerrar para tratar de rebuscar un dato en el fondo de la mente.

-¿Montreux?

Una nueva pausa.

-... y el año, el año...

-Mil novecientos ochenta y seis, en el vigésimo Festival Internacional de Jazz de Montreux -replicó Norberto de carrerilla.

Al final se había decidido a darle la punta del pie a modo de mínima concesión.

-Cierto, cierto -contestó el otro, sonriendo-. Esta cabeza mía empieza a olvidarse de este tipo de datos. Cómo no, Petrucciani, Jim Hall y..., ¿cómo se llamaba el tercero que los acompañaba sobre el escenario? ¡Ah!, podrá creerse que lo tengo en la mismísima punta de la lengua...

-Ya lo había reconocido usted en la otra canción: Wayne Shorter.

-Por supuesto, por supuesto. ¡Qué apuro! Menos mal que su memoria supera con mucho a la mía. ¡Ah!, esto de la edad...

-Bueno -le respondió Norberto con amabilidad, ahora en su cara lucía una sonrisa franca-. No me ha resultado muy difícil. Lo ponía en la portada del cedé.

Pero la mirada brillante del trajeado cliente mostraba a las claras que ni por un solo instante se había creído la declaración de modestia formulada por el barman. Éste a su vez no dejó de percatarse de lo ineficaz que había sido su educado intento. Los dos hombres comprendían a las claras que compartían el título que tanto utilizáis vosotros los humanos: ambos eran un par de perros viejos.

A partir de ese momento el hielo entre los dos se rompió por completo.

-Mi nombre es Dionisio Verdejo.

El cliente se presentó sin más preámbulos al tiempo que le tendía la mano como ofrecimiento de su saludo.

-Norberto -repuso y le devolvió el saludo estrechándosela a su vez.

-Permítame que le formule una pregunta, si no es que considera que sea mucha indiscreción por mi parte.

Arqueó la ceja derecha antes de proseguir con la misma dicción, lentamente

-Aun cuando acostumbra a decirse que sólo cabe calificar como indiscretas a las respuestas que se dan, no a las preguntas que se hacen.

Norberto no contestó con palabras, se limitó al lenguaje no verbal, a hacerle un gesto con la mano animándole a proseguri. Ahora mismo su instinto le susurraba que aquel Dionisio era alguien digno de confianza. A buen seguro que no habría por qué temer nada de su pregunta.

-Le observé cuando me sirvió la consumición. Usted muestra maneras que..., ¿cómo expresarlo sin que pueda resultarle descortés...?, unas maneras más propias de un establecimiento de una categoría un tanto diferente a la propia de éste.

Según concluyó con su inquisición la ceja volvió a arquearse, parecía comportarse como si gozara de vida propia. Claramente utilizaba ese tic como una forma de resaltar sus pensamientos dejando en sus manos que transmitiese lo que su lengua no verbalizaba.

-No me ofende en absoluto. Si es que percibió tal cosa en mí se debe a que dispuse de un buen maestro.

Se detuvo al punto, no sin sentir cierto grado de emoción a causa del recuerdo de la figura imponente del difunto don Celso, quien armado con un amplio surtido de paciencia y merced a la disposición de varios años de enseñanzas continuas había ido perfilando la forma en la que su ayudante se desenvolvía tras la barra.

-Le comprendo, yo también disfruté de la dicha de conocer a un gran maestro. Él acostumbraba a decir que lo fundamental para ser un barman es la posesión de un talante franco y simpático, acompañado por la cualidad de poder mantener con los clientes una conversación acerca de cualquier tema que versara sobre la actualidad. Aún añadía para que su opinión no diera lugar a equívocos que según su opinión resultaba más secundario lo de saber un número amplio de combinaciones de bebidas.

-¿Usted es barman? -balbuceó Norberto, a quien sin duda las palabras de Dionisio le habían causado una honda impresión.

-Pues verá usted, con mi apellido familiar y el añadido del nombre que mis padres me otorgaron al pie de la pila bautismal ya no me restaban muchas razones para no serlo, ¿no le parece?

Ciertamente en aquel momento un ateo confeso como Norberto dio gracias en su interior a alguna identidad inaprensible y superior por la suerte con la que había sido distinguido al poseer un instinto como el suyo.

-¿Y quién fue su maestro? Si me permite la pregunta...

-Yo soy donostiarra, aunque a partir de mi apellido no se lo haya imaginado, pero durante la mayor parte de mi vida he residido en Madrid.

Con esa frase se notaba que además de barman gustaba al tiempo por las buenas historias y que tampoco desdeñaba las oportunidades que se le ofrecían para mantener un aire de suspense.

-Precisamente allá en la capital me pasé unos cuantos años trabajando bajo las órdenes de don Pedro en su establecimiento. Sin duda usted habrá oído hablar del Chicote.

-¡Perico Chicote!

Sin darse siquiera cuenta el barman del Gino´s había elevado un tanto el tono de su voz, habrá que disculparle la ligereza al suponerle presa de una lógica excitación por causa de la admiración. Como consecuencia se produjeron unos ligeros movimientos en el alejado conciliábulo de curiosos; se percibía cómo algunos billetes arrugados empezaban a cambiar de manos con gran celeridad entre gestos de fastidio mostrados por los que se desprendían de ellos y por contra de otros mucho más festivos por parte de los receptores del papel moneda.

-Sí, aunque para nosotros, los que trabajábamos bajos sus órdenes como sus empleados, siempre fue don Pedro, y con ese tratamiento nos dirigíamos hacia él; unos muy buenos años aquellos, créame, muy buenos.

No parecía haber percibido la sutil agitación pecuniaria que el comentario en voz alta de su compañero de conversación había traído consigo. Su ceja, en contraste con las anteriores ocasiones, se mantenía relajada. Tal vez estuviera reconcentrado en sus recuerdos o más bien me atrevo a presumir que le importaba un ardite cualquier otro suceso ajeno a la conversación que mantenía.

-¿Y ha trabajado en más sitios? -preguntó Norberto, ávido por saber más detalles acerca de su vida laboral.

-En unos cuantos. Durante algún tiempo también estuve atendiendo la barra del Balmoral, luego en el bar Las Bridas del Casino de Madrid, donde por extraño que le parezca no me aficioné al juego, más tarde en el Gimlet de Barcelona y finalmente también ejercí durante una breve temporadita mi profesión en el Chesterton de San Sebastián. Pero de todo cuanto le refiero ya ha transcurrido mucho tiempo. A partir de mi aspecto habrá juzgado que me encuentro jubilado desde hace ya varios años.

-Se diría que era usted un barman peripatético, siempre de local en local.

-No sabe usted en qué manera, no lo sabe usted bien, créame.

Un pequeño silencio.

-¿Sabe?, no sé si a usted, Norberto, le pasará otro tanto, pero a menudo yo siento que los tiempos han cambiado en gran medida. Cierto que cada época posee sus propias costumbres pero en aquel entonces todo era muy diferente...

-Eso más que a un tema jazzístico me recuerda a los sones de La Vieja Trova.

-¿Se da usted cuenta? No deja de constituir una prueba palpable de que me estoy haciendo viejo.

-¡Oh, vamos! Los tiempos cambian para todos, pero alguien con su experiencia, una persona que goza de su sabiduría, y junto con las amistades que imagino que a buen seguro habrá ido formando durante los años no le supondrá mucho trabajo amoldarse a los vaivenes del cambio.

-Cierto, muy cierto. Pero tampoco puedo permitirme el caer en la estupidez de afirmar que me siento igual que antaño, ni desde luego impedir el sentir una cierta añoranza por esa época pasada.

Quien aún ejercía como barman miró con atención a quien a todos los efectos ya había pasado a la reserva. En alguna medida le recordaba al don Celso de la última época, después de haber realizado la entrega formal de las llaves del Gino´s. Con sumo tacto decidió desviar la conversación hacia otros derroteros menos tristes.

-Sin embargo todavía me estoy preguntando cómo es que sabe usted tanto acerca del jazz. A juzgar por su detallismo diría que es un melómano.

Sólo un movimiento de la ceja derecha, apenas esbozado, y quedó patente a pesar de esa levedad que Dionisio Verdejo apreciaba el sutil giro impreso al contenido de la charla, y también, por qué no, que se sentía reconocido a Norberto por ajustarse perfectamente al aserto de Pedro Chicote.

-Desde muy joven fui un gran aficionado a ese tipo de música, y aún se acrecentó más si cabe mi afición durante el ejercicio de mis labores como barman en el Chesterton.

-Buen lugar San Sebastián, me han hablado mucho de esa ciudad, aunque nunca he estado allí.

-Lo era, lo era. No resultaba raro que durante las veladas se dejaran caer por el local los habituales grupos formados por escritores, músicos e incluso actores, muy en especial mientras se celebraban los festivales de jazz y de cine. Como usted ha dicho por aquel entonces tuve ocasión de codearme con mucha gente, y al tiempo sí que me enorgullezco de gozar de la amistad de muchos de ellos, o al menos de los que todavía sobreviven.

Los dos se quedaron callados, el uno recordando cómo era el Madrid de los sesenta y setenta, o aspirando quizás el aroma a sal que el viento arrastraba morosamente desde la playa de la Concha hasta las cercanías del arbolado Bulevar, y el otro también abstraído, sumido en la emoción que le provocaba el disponer de la oportunidad para hablar con alguien que había trabajado en bares tan legendarios como los detallados, amén de a las órdenes de uno de los barman más legendarios junto con Miguel Boadas y su Boadas Cocktail Bar en la ciudad condal.

Yo personalmente nunca he puesto las patas en Chicote, y por razones de edad tampoco conocí al famoso Perico, quien ya llevaba años deleitando con sus combinaciones a los ocupantes del otro mundo cuando yo nací. Mas sí que me fue dado escuchar la forma en que hablaban de él los amigos de mi dama que habían visitado su local y gozado de su trato, siempre empleando para ello un tono no exento de la nostalgia que provocan la ausencia de cuantos ya nos han dejado.

De él se referían anécdotas que no parecían siquiera ciertas, y que sólo se sustentaban por la probada solvencia moral de los que las narraban. A modo de ejemplo durante el transcurso de la Guerra de África, siendo Chicote nada más que un soldado de ingenieros, se ocupaba de atender las demandas de los oficiales en su bar de campaña. Cuán relajante debería ser allí en pleno desierto hacer un alto en los combates para encorajinarse con un cóctel preparado por una mano diestra, y después de casi transcurrido medio siglo cuán diferente a él resultaría en el interior más olvidado del Sahara español el galpón atendido por Norberto durante su servicio militar y la clientela que lo frecuentaba.

Dionisio pareció emerger a la superficie de sus especulaciones y lo hizo para echar una ojeada a su Girard-Perregaux.

-Se me está avalanzando encima el tiempo, como de costumbre -dijo, y tras apartar la atención del reloj que probaba el inexorable paso de los minutos la dirigió hacia Norberto-. ¿Me podría conceder un favor? No le pesará, se lo aseguro.

-Si está en mi mano...

-Ea, bébase una copa conmigo.

Esta vez fue el barman quien elevó sus cejas, las dos al unísono, ante una oferta tan tentadora, más que nada porque su formulación le había descolocado un tanto al hacérsela ante la botella de agua mineral que le había solicitado al llegar. No es que Norberto reprobara el consumo de agua, él se limitaba a servir lo que le pedían, pero entre colegas de profesión hablar de una copa significa algo muy diferente, de ahí su turbación. El señor Verdejo no dejó de percibirla por lo que se apresuró a agregar:

-Pero, por favor, permítame que ésta la prepare yo.

Antes de que Norberto tuviera siquiera tiempo para emitir réplica alguna Dionisio se volvió con agilidad y tras descorrer la cremallera de la maleta que había arrastrado consigo se puso a extraer algunos objetos del interior.

Una vez afirmé que Norberto se ufanaba de haberlo visto todo, o prácticamente casi todo, pero desde luego nada de cuanto hubiera contemplado le había preparado para el muestrario que el otro acabó desplegando ante sí sobre la barra. Allí, sin que nada hiciera sospechar de su recóndita presencia dentro de aquella voluminosa maleta formaban en rígido estado de revista un vaso mezclador, un colador, sendas copas de cóctel, una botella de ginebra Giró, mediada, y otra del vermut marsellés Noilly Prat, la cual, seré sincero, tampoco es que le fuera a la zaga a su compañera en cuanto a contenido se refiere.

-Estooo, ¿tendría usted por un casual otra copa más escondida por ahí?

El que así había roto el encanto de aquella maniobra no era otro que Pepe “el curda”. No se sabe muy bien cómo pero de alguna forma se las había ingeniado para percibir desde la distancia la presencia de aquellas bebidas.

La fama que se le adjudicaba de poseer dotes de adivino se contrastaba una vez más con lo que no dejaba de constituir una extraña modalidad de inteligencia instintiva, muy similar a la que capacita a un perro para descubrir el camino de vuelta a su hogar aun cuando se interpongan unos cientos de kilómetros de distancia. El hecho es que acababa de entrar en el Gino´s cuando ante la visión de unas botellas y el resto de utensilios colocados con desvelo por Dionisio se sintió transportado a otro mundo cual si no fuera más que un bíblico Moisés colocado ante la presencia de Jehová quien habría tenido a bien manifestarse ante sus criaturas bajo la forma de una zarza ardiente.

Antes de que al señor Verdejo le fuera posible efectuar comentarios sobre la interrupción, y la ceja a punto de dispararse mostraba que no era muy otra su intención, ya Norberto se estaba ocupando de presentar en debida manera al recién llegado.

-Se trata de mi amigo Pepe -si omitió el apodo bajo el que mejor se le conocía fue por deferencia, para evitar ideas preconcebidas, y aún se permitió aclarar-. Un aficionado a la coctelería.

Con estas palabras consideraba que no faltaba para nada a la verdad, aunque ya el resaltar de la nariz de Pepe, surcada por una intrincada red de venillas rojizas que conformaban un caudaloso delta, le había bastado al barman jubilado para formarse cabal idea acerca de la intensidad exacta del grado de la afición que mostraba el convidado inesperado hacia tal arte.

-Cómo no, no encuentro problema alguno para ello, lo cierto es que siempre porto tres copas de cóctel conmigo... en previsión de eventualidades como la presente.

Una vez estrechada la mano de Pepe, denotó con ello una vez más lo educados que eran sus modales, procedió sin más a extraer una tercera copa tras rebuscar en aquella maleta que se revelaba poco menos que como mágica.

-Aunque convendrán conmigo que hubiera sido muy preferible que quien se nos uniera fuera una mujer hermosa -dijo no sin un deje de ironía-. Como dejó escrito quien fuera barman en el Hotel Palace, mi amigo Pedro Talavera, en su libro “Cock-Tails”, y cito de memoria sus palabras por lo que espero sean indulgentes si cometo algún error al referírselas: “un consejo: el que quiera beber bien ha de venir al bar con una mujer hermosa. O con dos. No es que el que venga solo beba mal; pero el que viene acompañado bebe mejor, porque el barman, cuando ve mujeres guapas, yo no sé por qué, agita más fuerte y más rápidamente la coctelera”.

Los tres rieron de buena gana la ocurrencia.

-Me temo que no porto conmigo ni aceitunas ni hielo pero confío en que de ambos adminículos usted, Norberto, se encontrará bien surtido.

Ni que decir tiene que en un abrir de ojos ya contaba a su disposición con ambos elementos por lo que sin mayores retrasos se puso manos a la obra. Al tiempo que maniobraba elaborando con suma destreza el mítico combinado Dionisio no cejaba de hacer comentarios.

-Lo voy a preparar al gusto de don Luis Buñuel, si no muestran inconveniente.

Ni el uno ni el otro se opusieron a la elección de la receta.

-Él siempre lo bebía utilizando para su elaboración ginebra Giró, y por supuesto que no faltara el Noilly Prat. Le gustaba lo muy francés y no habrá necesidad de que les explique que además éste vermut liga muy bien puesto que es extremadamente seco.

Echó un vistazo al cuenco con hielo y sonrió.

-En el Chicote nos ocupábamos de que se encontrara bien frío, justo a cero grados centígrados, para que de esa forma no se derritiera al entrar en contacto con el vaso mezclador. Me temo que el inesperado derretido del hielo ha aguado más de un cóctel y de una reputación. Sin ir más lejos el propio don Luis, quien era un asiduo visitante del local, aunque lo hiciera más bien en la hora previa al almuerzo, en cierta ocasión se marchó de él sin saludar siquiera. Mucho nos temimos entonces que algo en la elaboración no había estado a la altura de su estricto gusto.

Remojó levemente los hielos con el vermut en el vaso mezclador y escurrió por completo el líquido. Sólo guardarían el aroma a Noilly Prat, aunque a Pepe a juzgar por su cara de desagrado no le parecía muy canónico semejante desperdicio se abstuvo de emitir protesta alguna en tal sentido. Después Dionisio vertió un chorro de la ginebra catalana.

-En cuanto a las proporciones esto es algo que depende del gusto personal del cliente. Don Luis aceptaba que se utilizara el vermut únicamente para aromatizar el hielo.

»Otro gran aficionado a este cóctel, Winston Churchill, iba un paso más lejos y sólo permitía que el vermut, muy seco por supuesto, entrara en contacto con la ginebra de una forma un tanto peculiar: por medio de los rayos de sol que incidían sobre el vaso mezclador una vez que hubieran atravesado la botella de vermut.

»En cambio Hemingway hizo que el protagonista de uno de sus relatos bebiera en el Harry´s Bar veneciano un dry martini preparado acorde con lo que él daba en denominar “el estilo Monty”: una parte de vermut y quince de ginebra. Ese apelativo, según explicaba este escritor, provenía del propio mariscal inglés Montgomery, “Monty”, de quien se contaba que jamás entraba en combate a no ser que sus fuerzas estuvieran en relación de quince a uno con las de su enemigo, y mire usted él derrotó en El Alamein al invencible Afrika Korps, con el general Rommel a su frente.

»Nadie se atreverá a considerar a Ernest como un mero aficionado pues por todos es sabida la anécdota lindante con la leyenda acerca de la forma en que liberó el bar del Hotel Ritz de París, subfusil Sten en mano. Lo que sí resulta más creíble es el hecho de que para celebrarlo ordenara que se prepararan setenta y tres dry martinis, de los cuales dieron buena cuenta tanto él como los partisanos que le acompañaban. Aunque dudo de que el reparto de los combinados fuera en exceso equitativo dada su probada fama de gran bebedor.

Qué estremecimiento recorrió mi lomo al oír de nuevo aquel nombre: mi dama de compañía, el barman Pierre, el conserje Jean Paul, las veladas en el Bar Hemingway y aquel olor del Habana Club reserva...

Dionisio no había dejado de trabajar mientras hablaba, al tiempo inmerso en la liturgia de la elaboración del cóctel. A las claras se percibía su gran experiencia y profesionalidad, máxime por los toques que dio por medio de la cucharilla para agitar, nada de remover, la mezcla.

-Agitado, no removido -no pudo evitar comentar Pepe por lo bajo.

-Exactamente caballero, “shaked, not stirred”. Ian Fleming sabía muy bien cómo preparar un buen dry martini. Lo que ya resulta mucho más dificultoso es saber el número exacto de toques: tres, cuatro, cinco,..., es cosa de pura intuición.

Cuando se sintió satisfecho del resultado obtenido fue vertiendo el contenido en las copas con sumo cuidado, el colador colocado en la boca del vaso mezclador detenía el deseo del hielo de acompañar en su caída al maravilloso néctar. Resultaba imponente el asistir a la exquisitez con la que procedía, con la prestancia que le daba su traje, la mano izquierda a la espalda y la ligereza con la que inclinaba el vaso mezclador para verter la parte justa en cada una de las copas, sin que durante el trasvase se derramara ni una sola gota.

-Y ahora las aceitunas -dijo mientras se ocupaba de depositar una aceituna clavada en un mondadientes en cada una de las copas-. Existe gente que también pone trocitos de corteza de limón o que en su defecto añade un poquito de zumo pero como se cuenta que una vez replicó indignado un cliente a un barman que le había propuesto amablemente agregar una simple gota de limón: “¡Oiga!, no le he pedido una limonada”.

Las copas y su casi transparente contenido brillaban bajo los halógenos.

-Bueno caballeros, ahí los tienen ante ustedes -dijo para dar por concluida su labor, al tiempo que cogía delicadamente por su pie una de las copas, acción en la que no tardaron en acompañarle los demás.

-Salud, amigos.

-¡Salud! -replicaron los otros a coro.

Ignoro si alguna vez Pepe o Norberto habían bebido un dry martini como aquél pero según traslucía la brillantez de sus semblantes satisfechos deduzco que desde luego no habían probado uno mejor en todas sus vidas.

Y ahora será mejor dejarles que disfruten del cóctel y de la mutua compañía. Pues aunque este combinado debe tomarse a tragos cortos y seguidos lo que sin duda se aprecia cuando se bebe un dry martini es la conversación durante y después. Aunque yo sea un gato muy curioso no han de dudar de que sé cuándo es preciso mantener una cierta discreción.

Sin más dejemos que corra el telón".




Cuando hubo terminado volvió a fijar su mirada en mi persona y, sin casi despegar los labios pronunció muy quedo: "¿sabes? Aún tengo algo de sed...".





Notas:
  • El relato es "El barman peripatético" de Jaime Bosco, incluido en el libro "Por favor, no disparen sobre el cronista", no publicado en Ediciones Unicronia (Strelsau, Ruritania).
  • Durante la redacción de esta entrada quien escribe no ha probado ni una sola gota de alcohol.
  • Me consta, por otro lado, que el señor Pond no manejó ningún auto ni antes ni después de haber bebido los dry martini (siempre uno de cada vez), más que nada debido a que carece de automóvil propio.


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