Un espacio destinado a charlar acerca del cine, saboreando una taza de café (puede que más), sentados en torno a una mesa. Por el simple gusto de hablar por hablar acerca de una pasión compartida por una reducida infinidad, así nomás como son estas cosas.

Bienvenidos a mi hogar. Entren libremente. Pasen sin temor. ¡Y dejen en él un poco de la felicidad que traen consigo!

martes, 29 de septiembre de 2009

UN GRAMO DE LOCURA ... O DOS

"Al Servicio de las Damas" ("My Man Godfrey", Gregory La Cava, 1936)



La “screwball comedy”, si nos acogemos a la definición que de este subgénero nos ofrece Miguel Marías, sería una mezcla en la que se combinan los elementos propios de la “alta comedia” (a cuyos personajes les caracteriza su pertenencia a los estratos más elevados de la sociedad) a los que se añade como elemento discordante la presencia de un personaje cuyo comportamiento alocado, cuando no estrafalario, le acarrea que el resto de sus pares le otorguen la etiqueta de excéntrico, cuando no directamente la de absoluto chiflado. Un personaje que tanto mediante su forma de ser como la manera de moverse por la existencia no tarda en subvertir el orden imperante, un orden por supuesto establecido por los restantes miembros de su clase social.

Lo curioso (amén de gracioso) es que en ningún momento es consciente de ser el ejecutor del mencionado ataque a la línea de flotación del buen pensar, no cabe hablar de la presencia de una mala intención por su parte. Muy al contrario acostumbra a comportarse con plena naturalidad, no exenta las más de las veces de un cierto grado de candidez.

Uno de los cultivadores de este subgénero fue el director de cine Gregory La Cava (1892–1952). Por diversas circunstancias no gozó de la fama que sí acompañó a otros compañeros tales como Howard Hawks, Ernst Lubitsch (sí, el del toque), Frank Capra, Preston Sturges, Leo McCarey y Michael Leisen; una actitud del todo injusta puesto que no cabe duda de que su talento refulgía a la altura del de sus colegas.

Muchos apuntan como explicación para semejante arrinconamiento la manifiesta adicción hacia el alcohol que padecía. Una adicción que muy a menudo le condujo a mantener unas relaciones que podrían definirse como tirantes (o si abandonamos las diplomacias cabría hablar más bien de enfrentamientos directos) con los productores de sus filmes. Sería precisamente a raíz de su agria relación con Mary Pickford –la todopoderosa, en Hollywood, esposa de Douglas Fairbanks–, viciada hasta tal punto que ésta incluso le expulsó del rodaje de “Venus era mujer” (1948)- como La Cava cavó, permítanme el juego de palabras, su propia fosa. A buen seguro que recordarán esta película por haber contado en su reparto con una joven y bellísima Ava Gardner.

Fatídicamente esa expulsión traería aparejado para el director el mayor de los ostracismos.

No volvería a rodar una película. Murió cuatro años después.


En las primeras escenas de la “Al Servicio de las Damas”, Alexander Bullock (Eugene Pallette), cabeza visible como “pater familias” que se precia de tal de una adinerada familia de elevada clase, declara cuál es su opinión acerca de una de las fiestas a las que tan aficionados se muestran los demás miembros de su entorno (esposas e hijas):

Para tener un manicomio sólo hacen falta dos cosas: una habitación lo bastante grande y la gente adecuada”.

La frase antedicha condensa en sí misma la mordacidad y finísimo humor que impregna por completo este filme. El argumento, como no podía ser menos, va encaminado por la senda de las de su especie. Una mujer adinerada perteneciente a una familia de buena posición (los Bullock) decide contratar como mayordomo a un vagabundo que se encuentra por la calle. Tal decisión se haya motivada en exclusiva por un juego que le han planteado unos amigos. He ahí el choque entre clases altas y clases bajas, tan caro para los practicantes de este subgénero fílmico. Sin embargo ese vagabundo esconde un secreto, un secreto que una vez que se revele demostrará a la frívola mujer que en más ocasiones de las que se piensa las apariencias no sólo no muestran lo que uno es sino que más bien engañan por completo al observador no avezado.
Sin menospreciar ni a William Powell ni al orondo Pallette siempre resulta un grato placer asistir a las evoluciones por el set de rodaje de Carole Lombard (Irene Bullock) –amén de su actuación, claro está–, actriz fallecida de forma harto prematura a causa de un trágico accidente de aviación.
Ya sólo queda añadir que esta película tuvo un “remake” con el mismo título en el año 1957, a cargo de Henry Koster –el director entre otras de “El Invisible Harvey” (1950)–, en la que el papel de Godfrey corría a cargo de David Niven.


"Al Servicio de las Damas" ("My Man Godfrey", Gregory La Cava, 1936). Interpretada por William Powell, Carole Lombard, Gail Patrick, Alice Brady, Eugene Pallette, Alan Mowbray, Jean Dixon.

domingo, 27 de septiembre de 2009

¿DÓNDE S´ABRÁ METÍO ESE MARDITO TIBURÓN...?

Roy Scheider, Robert Shaw, Richard Dreyfuss y, por supuesto, el Tiburón


Para Blas.

"El título del artículo pretende homenajear al gato Jinks de nuestra infancia". El señor Pond.

sábado, 26 de septiembre de 2009

ALFILERAZOS FOTOGÉNICOS (XX): LET´S GO!




Donald Sutherland, Clint Eastwood y Telly Savalas en "Los Violentos de Kelly" ("Kelly´s Heros", Brian G. Hutton, 1970)

Me parece estar escuchando el tema musical que les acompaña, en homenaje a la música de Ennio Morricone para los "spaghetti westerns" de Sergio Leone protagonizados por Clint Eastwood.





Ben Johnson, Warren Oates, William Holden y Ernest Borgnine en "Grupo Salvaje" ("The Wild Bunch", Sam Peckinpah, 1969)



Randolph Scott y Joel McCrea en "Duelo en la Alta Sierra" ("Ride the High Country", Sam Peckinpah, 1962)


SÁBADO MUSICAL: "LOS VIOLENTOS DE KELLY"

"Los violentos de Kelly" ("Kelly´s Heros", Brian G. Hutton, 1970)




"Burning Bridges", The Mike Curb Congregation



"Battle Hymn of the Republic", Lalo Schiffrin

jueves, 24 de septiembre de 2009

ALFILERAZOS FOTOGÉNICOS (XIX): "CARTA DE UNA DESCONOCIDA"

("Para cuando lea esta carta yo habré muerto").

Carta de una desconocida” (“Letter from an unknown woman”, Max Ophuls, 1948)



El honor es un lujo que sólo los caballeros pueden tener”.

Stefan Brand (Louis Jourdan) a su criado.



… Un lujo que se hace extensible al hecho de poseer memoria.

martes, 22 de septiembre de 2009

UN INQUIETANTE ORSON WELLES: "EL EXTRAÑO"




Orson Welles y Loretta Young en "El Extraño" ("The Stranger", Orson Welles, 1946)






El inspector Wilson, personaje interpretado por Edward G. Robinson, se encuentra convencido de que en un tranquilo pueblo de Connecticut, bajo la falsa identidad de un respetable profesor, se esconde un criminal de guerra nazi. Decidido a probar a sus superiores la certeza de sus sospechas acudirá allí para conocer en persona al sospechoso, Charles Rankin (Orson Welles), y llegado el momento desenmascararle nada más que cometa alguna clase de error. Porque si su teoría se demuestra como verdadera Rankin no es otro que Franz Kindler, un nazi huido de la Alemania derrotada para así escapar de la acción de la justicia.



Edward G. Robinson, Loretta Young y Orson Welles en una fotografía promocional de la película.

Ver esta imagen en gran formato en Dr. Macro.


Tras la conclusión del contrato que le ligaba a la R.K.O. para la dirección de dos títulos, Orson Welles, profundamente escamado tras el trato recibido por su segunda película, “El Cuarto Mandamiento”, decide alejarse del mundillo de Hollywood durante algún tiempo. A su regreso comprobará cómo inevitablemente su relación con la industria cinematográfica había sufrido un violento cambio. Ya no le conceden el grado de libertad del que había gozado durante el rodaje de “Ciudadano Kane”, lo que le obliga a aceptar en un principio trabajos como actor en varias películas (“Alma Rebelde” entre ellas) hasta que por fin, un día, además del papel protagonista de la película “El Extraño” también le confían su dirección.


Los tiempos de gloria: el estreno de "Citizen Kane"


Mas el carácter inquieto de Welles no le faculta para contentarse con tan sólo esos dos ámbitos y no tardará en formular algunas proposiciones relativas al añadido de varias escenas así como cambios en el guión. Sin embargo en Hollywood ya no se le dispensa como antaño el trato propio de un prodigio mimado, con no poca amargura debe asumir el rechazo a modo de respuesta para sus propuestas. Sólo le queda aportar su talento a aspectos como las luces, los encuadres y los movimientos de cámara. Y actuar, por supuesto.

A este último respecto me encanta la forma en la que Welles interpretaba a personajes de turbio vivir, humanizándoles para así poder mostrárnoslos como seres humanos y no como monstruos, aunque no cupiera dudas acerca de que en su interior latía la más genuina de las maldades. En el caso del personaje de Rankin le dota además de una presencia tan correcta y a primera vista casi hasta bondadosa que sólo algunas miradas y determinados gestos nos hacen sospechar que quizás y sólo quizás Wilson no se encuentra demasiado equivocado.

Sin embargo no todas las ideas del cineasta en horas bajas son desestimadas. Por extraño que parezca se trata de la primera película en la que se intercalan imágenes de los campos de exterminio procedentes de documentales del ejército norteamericano (¡y estamos en 1946!).

El artífice de esta novedad no era otro que Orson Welles.



lunes, 21 de septiembre de 2009

EL ÚLTIMO GRITO DEL REY LEAR



Laurence Olivier caracterizado como el Rey Lear (1946)






Corre por las plateas de los teatros una anécdota cuyo protagonista es el legendario actor sir Laurence Olivier, quien tantas veces encarnó a lo largo de su carrera a los protagonistas de las tragedias y dramas shakesperianos. Sumido en la preocupación por causa de su ignorancia acerca de cuál sería la mejor forma de interpretar con convicción el grito de muerte del Rey Lear no alcanzaba a saciar su afán perfeccionista con ninguna de las recreaciones que intento tras intento llevaba a cabo.


Sus dotes actorales se le figuraban insuficientes para mostrar el sufrimiento implícito en el transcurso de los últimos instantes vitales del monarca traicionado por sus hijos. Puesto a pensar y a repensar, y cuando ya estaba casi a punto de abandonar la esperanza de proporcionar al acto una desgarradora autenticidad, se le ocurrió la forma exacta para interpretarlo.


En lo que se basó fue en el método mediante el que los inuits daban muerte a las martas. Sabida por esta etnia cuál es la fiereza de estos animales resulta vital para los cazadores, por motivos de seguridad, mantenerse lejos de sus fauces puesto que a su dentadura se la puede calificar como agudamente afilada.


Para salvar la contrariedad referida desde tiempos inmemoriales acudían a un sistema muy ingenioso y al tiempo, a qué negarlo, bastante cruel, aunque sumamente efectivo. Primero espolvoreaban un puñado de sal sobre la nieve. A continuación aguardaban con paciencia a que una marta se aproximara a ella. Cuando impelida por su naturaleza la marta comenzaba a dar lametones a la salada nieve al punto quedaba adherida a ella merced a la humedad. Como consecuencia, a pesar de cuantos intentos por soltarse pusiera en práctica, ya resultaría ser demasiado tarde para poner en práctica la huida pues le resultaba imposible zafarse. Además en ese estado tampoco podría presentar defensa alguna ante cualquier atacante. Ese era justo el momento que sus captores aprovechaban para caer sobre ella armados con palos, al amparo de la seguridad prestada por la salada trampa.

El terrible chillido proferido por el animal atrapado, indefenso bajo la lluvia de golpes, sin posibilidad de defenderse de las acometidas de sus atacantes, su lengua pegada a la nieve a causa del contacto con la sal húmeda, fue el que precisamente adoptó sir Laurence Olivier para su interpretación de la muerte del Rey Lear de William Shakespeare.

viernes, 18 de septiembre de 2009

ALFILERAZOS FOTOGÉNICOS (XVIII): "CAYO LARGO" ANTE EL ESPEJO


Humphrey Bogart, Harry Lewis, Lauren Bacall, Edward G. Robinson,... en "Cayo Largo" ("Key Largo", John Huston, 1948)

Este post minimalista y fotográfico está dedicado a (!)Hombre Perplejo, inspirado en su webxposición de actores frente al espejo.


jueves, 17 de septiembre de 2009

EL CANJE [RELATO]

El Puente Glienicke (Berlín)


“Leamas se acercó a la ventana a esperar: ante él estaba la carretera, a ambos lados el muro, una cosa fea y sucia de bloques de cemento perforado y cabos de alambre de espino, alumbrada con una barata luz amarilla, como un telónde fondo que representase un campo de concentración. A oriente y occidente del muro quedaba la parte sin restaurar de Berlín, un mundo a medias, un mundo de ruina, dibujado en dos dimensiones; despeñaderos de guerra”.

John Le Carré, "El Espía que surgió del frío"



Voces y pasos apresurados. A duras penas la nieve amortigua con su chapoteo los ruidos del andar nervioso. Al menos sólo hay que preocuparse del manto depositado durante la última ventisca; el cielo permanece preñado de grises tornadizos en incesante movimiento, pero sin ánimo aparente de soltar nuevos copos sobre las cabezas de quienes aguardan.
Porque ellos aguardan. Mecidos por el tictac del reloj y el rítmico goteo del derretirse de la capa de nieve que cubre la barrera. Esperan. Unos, más calmos o más sensibles al frío reinante, a bordo de los oscuros automóviles, empañados los cristales por la rugiente actividad sin fin de las calefacciones a pleno rendimiento; otros, con la impaciencia asomada a sus tiritantes faces, afuera, a pie firme, y con la vista fija en algún punto inconcreto al otro lado del puente. Aguardan. Aguardamos.
Yo me encuentro entre los componentes del segundo grupo. Con estolidez carente de recompensa soporto este glacial viento berlinés, todo porque el sacrificio merece la pena. Y no es que el panorama sea especialmente agradable, suficiente como para explicar el esfuerzo. A nuestro frente se erige un puente metálico, de dudoso gusto según mi opinión, al que ni siquiera la barrera a franjas blancas y rojas presta cierta belleza. En el mismo centro, como para rematar la pasada impresión, una ancha línea blanca designa aquel punto a partir del cual mis opiniones acerca de la obra de ingeniería descrita podrían constituir un delito de ataque a un bien estatal. Más allá…, más allá otra barrera gemela de la nuestra, una barrera y ellos.
Le propino una patada, sin que me apiade ni por un momento de su indefensión, más que para calentarme los pies llevado por cierto ánimo infantil, inclinado hacia las travesuras, tentado por la sucesión colorista de franjas. Al metálico ruido algunos de ellos giran las cabezas, las carabinas al hombro, alertas. Ya he dicho que sólo se trata de una travesura, una forma de aliviar la tensión; además no son más que vopos [1], ¿no?
Como no deseo desencadenar un incidente internacional, habiendo tanto en juego, me limito a consultar de nuevo el reloj, a imagen y semejanza de las anteriores ocasiones durante todos y cada uno de los quince minutos inmediatos, justo para percatarme de que sólo ha transcurrido uno desde la última vez, y quince desde que di inicio al escalonado ritual, escalonado horizontalmente. Maldito frío.
No puede negarse que ellos no carecen de cierta perversidad. No ya la propia de carteles propagandísticos, esa se les supone por convención, sino una modalidad aún más sutil y contundente. Se fijó la fecha del canje en pleno diciembre, un mes en el que el mercurio se despeña por el interior de los termómetros. Naturalmente a buen seguro que no han dejado de considerarlo. Asimismo se embarcaron en una discusión sin sentido acerca del lugar concreto, el más adecuado para el acto. Y cuando parecía que se iba a efectuar en la Friedrichstrasse, cerca de la Kochstrasse, con una preciosa garita en la que aguardar con los prismáticos en una mano y un humeante café en la otra, calentitos merced a la calefacción, el viento tornadizo muda su pasada decisión y la veleta gira hacia una nueva dirección, la del puente. Un paraje más cinematográfico pero también más inclemente.
Y allí nos encontramos, a la vera del Puente Glienicke, entre Potsdam (su país) y Berlín Oeste (nuestra zona). Salvo contemplar las heladas aguas del Havel lo único en que matar el tiempo antes de que él cometa algún acto similar con nosotros, aunque con una mayor lentitud digna de su paciencia inmemorial, es la visión de la densa e hinchada nube de vapor que surge con cada exhalación puntual. Mejor no pensar en el frío reinante, presente en los mal disimulados escalofríos de todos los presentes.
Un chasquido de estática. Una voz metálica ladrando órdenes por las bocinas de los transceptores. El momento preciso. Coreados cierres de portezuelas acompañan a las respectivas aperturas. Se acentúa el chapoteo en la medida que más pies, mejor o peor calzados, pugnan por no resbalar precipitando de bruces en el proceso a sus propietarios sobre la superficie del albo manto invernal.
Al otro lado la misma actividad, las miradas ya más vigilantes, decenas de lentes pertenecientes a binoculares de diversos modelos orientados hacia nosotros, emergiendo de un tupido bosque de amenazantes Simonov, por ahora sin apuntarnos pero presentes; pensar sólo en la repetición caleidoscópica de las mutuas imágenes basta para marear.
Ha llegado el momento.
A la luz de los focos podemos observar en la distancia la figura fantasmal de una mujer. Con los prismáticos puede comprobarse que esa aura etérea que la envuelve, llena de materialidad, no desentona con la marcada palidez de su rostro, cuya forma concreta ni siquiera logra ser resaltada por la presencia del fogoso cabello que lo enmarca. Permanece seria, rígida y ojerosa, pero viva y a juzgar por la primera impresión, tal vez no demasiado fiable, sana y salva.
Lo hemos logrado, tras meses y meses de duras negociaciones, en muchos casos al borde del golpeteo furibundo de la mesa en elástico gesto con un zapato propio: Laura se encuentra al borde de la libertad.
Como jefe de nuestra delegación, culminada la positiva identificación, recae en mí dar la orden para mostrar a nuestro invitado; eufemismo que encubre el habitual trato a un prisionero de guerra (“nombre y número, soldado”; otros tiempos, otros métodos), aunque la naturaleza de esta, su secreto como común denominador, haya traído consigo como inevitable carga el empleo de ese y otros muchos términos. Meras pantallas con las que se enmascara la terrible realidad, la que por el contrario, si no se emplearan tales medidas higiénicas, nos observaría con faces vociferantes, todas ojos, siempre subyacentes unas razones ético – morales que han perdido todo menos su nombre: unos motivos que a nosotros nos traen sin cuidado. Así que bajo la mano.
Quien desciende de un automóvil, aislado confortablemente hasta entonces del gélido ambiente, resguardado en la comodidad de la limusina, se acerca a mi vera, escoltado por dos de los hombres de mi dotación. Sólo alcanzo a distinguir de su rostro, tan familiar para mí, protegido por el sombrero hondamente calado y las erectas solapas que lo flanquean, unos brillantes ojos, denotadores de una astucia animal, sobre una nariz respingona a la que el abuso del alcohol decora con unos rojizos riachuelitos venosos, prestándole el aspecto de un bonachón padre de familia finisecular acodado en la barra de una taberna. Y lo que veo en ellos, la burla implícita, sin disimulo, el claro mensaje grabado a fuego en los iris – me voy, habéis perdido –, hace que aún tenga que controlar el florecimiento de mi media sonrisa burlona cuando le ordeno que se descubra: un rutinario paso bien merecido, y al mismo tiempo un trámite necesario para que los del otro lado den el visto bueno a su identidad. Tiembla un poco, alegrándome la existencia, justo hasta que su vasto orgullo de aristócrata donde se carece de clases pasa a dominar la situación de nuevo; pero ha temblado.
El braceo de uno de ellos, elegantemente enfundado en un grueso abrigo y tocado con un shapka, permiten la continuación del proceso. Imparable. Todo marcha según lo previsto. Si no fuera por este maldito frío.
Allá van, cada uno hacia un extremo del puente. ¿Qué sentirán mientras cubren los metros de pavimento de nadie, rectos hacia los mutuos grupos que los aguardan, rodeados por los metálicos arcos pintados de ese verde desvaído? La atención de todos se haya fija en su andar: erguido y petulantemente orgulloso el de nuestro Iván, como corresponde a su contrastada personalidad; grácil y juvenil, a pesar del lógico nerviosismo, el de Laura. Los dedos aferrados a los gatillos en previsión de lo imprevisto, no por su imposibilidad (en nuestro negocio nada adquiere esa cualidad), sino porque no se piensa en ello. Los corazones marcando la cadencia de los pasos. Y el tiempo: ha comenzado a nevar.
Cruzan la línea central sin mirarse, a ninguno le importa que el otro constituya el pago a cambio de su liberación, un vínculo que debería unirles estrechamente (casi hermanarles), no importa, no importa en absoluto, no cuando las libertades mutuas se hayan tan próximas, tan cercanas. Iván llega a su grupo, merced a sus trancos más amplios, más elásticos; Laura, en cambio, más desfallecida (y aquí surgen una serie de epítetos impronunciables aun en momentos dotados de excesiva tensión como los presentes), está próxima todavía a la barrera de nuestro lado. Sólo unos metros, los últimos.
Luego nadie sabría de dónde había provenido, aunque ya no importaría.
Sólo un estampido, a un solo paso, sólo uno, pero uno fatal. Nos movilizamos todos en inútiles carreras mientras abre los brazos en cruz, a cámara lenta, la sorpresa adueñándose de su rostro. Ladridos lejanos y voces por la radio, gesticulaciones de alto para evitar un tiroteo carente de finalidad. Y ella que, en el fondo de los fotogramas a cámara lenta, cae y cae, como otorgando un poso de serenidad a la agitación que hormiguea en ambas orillas. Y cae, cae hasta componer, en el momento en que su cuerpo toca el níveo suelo, un esponjoso chapoteo.



[1]N.A. Guardas de fronteras, palabra procedente del término alemán volkspolizist.
En la madrugada del 13 de agosto de 1961 se comenzó a erigir el llamado Muro de la Vergüenza que en un principio se componía de alambres de espino y sillares de hormigón; poco más tarde ya se convirtió en un auténtico y consistente muro con una longitud total de ciento cincuenta y cinco kilómetros.

sábado, 12 de septiembre de 2009

SÁBADO MUSICAL: "ROB ROY"

A Ma*** que me la descubrió.







B.S.O. de “Rob Roy, la pasión de un rebelde” (“Rob Roy”, Michael Caton-Jones, 1995), compuesta por Carter Burwell

sábado, 5 de septiembre de 2009

SÁBADO MUSICAL: BACH EN EL "BAGDAD CAFE"





Preludio y fuga en Do mayor, BWV 846, de “El clave bien temperado”, Johann Sebastian Bach









"Bagdad Cafe" (Percy Adlon, 1987)

ANNIE LEIBOVITZ Y SUS FLASHES DE IRREALIDAD

Annie Leibowitz para Vanity Fair





"Laura" (Otto Preminger, 1944)