Un espacio destinado a charlar acerca del cine, saboreando una taza de café (puede que más), sentados en torno a una mesa. Por el simple gusto de hablar por hablar acerca de una pasión compartida por una reducida infinidad, así nomás como son estas cosas.

Bienvenidos a mi hogar. Entren libremente. Pasen sin temor. ¡Y dejen en él un poco de la felicidad que traen consigo!

martes, 29 de abril de 2008

BREAKFAST IN TIFFANY´S (1961)

Especialmente oportuna para esos días dotados de una coloración especial. Cuando uno siente la tentación de comprarse una bolsa de churros en cualquier puesto callejero y dejar que los pies te lleven a través de las calles de la ciudad, sea cual sea ésta, sin rumbo concreto.

El maravilloso tema compuesto por Henry Mancini (con letra de Johnny Mercer) para Desayuno con Diamantes, película en la que se nos cuenta la azarosa vida de Holly Golightly. ¿A quién le importa si Blake Edwards traicionó la acidez del texto original de Truman Capote? De esa forma disponemos de dos versiones de la misma historia: la cinematográfica y la escrita.

El tema Moon River, tantas veces versioneado, cantado aquí por la propia Audrey Hepburn, acompañada a la guitarra por Laurindo Almeida.




Una anécdota final. Cuando los productores trataron de eliminar la escena en la que Holly canta esta canción, sentada en el alfeizar de su ventana, la menuda actriz montó en cólera y declaró: "sobre mi cadáver" ("over my body").
Naturalmente la escena se quedó.

domingo, 27 de abril de 2008

A MODO DE RECUERDO

Uno de los recuerdos que me ha legado mi infancia se haya relacionado muy de cerca con el cine. Mediante este comienzo espero que no les esté haciendo creer que mi condición de friki cinéfilo (ambas palabras empleadas en sus justos términos, mitad por mitad) procede de mis primeras edades. La verdad es que por aquellos días me limitaba simplemente a disfrutar visionando las historias que directores y actores me contaban, sin necesidad de buscar nada más.
Quizás bastará que les cuente un simple hecho para que puedan formarse una opinión acerca de cuáles eran los conocimientos que yo poseía por aquella época acerca del séptimo arte: los dos nombres de actores de Hollywood que recuerdo haber aprendido en primer lugar fueron los de John Wayne y Robert Mitchum, precisamente gracias a que mi madre me los enseñó; de hecho eran los dos únicos nombres que la buena mujer conocía.
Mas me doy cuenta de que me estoy desviando un tanto del hilo argumental que me había propuesto seguir, así que ahora mismo retomo la rama del árbol por la que había empezado a encaramarme. El árbol es tan frondoso que las más de las ocasiones siento deseos de seguir cualquier otra de las múltiples ramas que se bifurcan ante mí, sin solución de continuidad, a partir del tronco principal. Sin embargo el dejarme llevar por mis inclinaciones personales no ayudará demasiado a mi empeño de narrarles uno de mis recuerdos infantiles, de acuerdo a la que pasa por ser mi intención primera.

Imagínense la escena dentro de su mente: un salón, más bien una salita, su decoración muy acorde al gusto tardo setentero, y una televisión en blanco y negro situada en una esquina. Dispuesto ante a él, arrimado a la pared opuesta, un sofá de tres plazas, fabricado en un material que imitaba al skay de una forma tan conseguida que quizás hasta lo fuera realmente. En ellas nos sentábamos mis padres y yo para contemplar la programación televisiva que los programadores hubieran tenido a bien escoger.
Les hablo acerca de una época en la que si mal no recuerdo el jefe máximo de TVE era José María Calviño, en la que José Luis Balbín todavía se ocupaba de amenizarnos, pipa humeante en ristre (tiempos en los que el tabaco y más el de pipa poseía aún una aureola especial, sin los actuales estigmas que le acompañan), a través de su programa de debates que llevaba por título La Clave.

Mi madre y yo, cuando contemplábamos el arranque de las películas, ese momento en el que en la pantalla campeaba la imagen de la productora (bien fuera la Warner, la MGM, la Columbia u otra cualquiera), nos preparábamos para disfrutar con el espectáculo que se avecinaba. Pues bien, habrán de saber que ambos habíamos desarrollado la hipótesis de que esas imágenes iniciales no eran otra cosa más que una mera fórmula para calificar a los largometrajes, de fijarlos dentro de una categoría concreta según cual fuera la calidad que revistieran. Así, por lo general, a los dos nos solían encantar aquellos que comenzaban con la estampa de un león rugiente y, sin embargo, por el contrario, ya nos arrancaban menos entusiasmo aquellos otras en las que aparecía una mujer portando una antorcha encendida.



A ese recuerdo se le une otro, éste ya extendido hasta el tiempo actual: mi afición a degustar los títulos de crédito. Durante mucho tiempo hubo una serie de ellos que, por alguna extraña razón, ya fuera por su creatividad o por su diseño evocador siempre me llamaron especialmente la atención. Habrían de pasar muchos años antes de que descubriera que todos ellos tenían en común el que su artífice era la misma persona: Saul Bass.



Así son estas cosas de los recuerdos…

viernes, 18 de abril de 2008

EL HORROR, EL HORROR

Salvar al Soldado Ryan (Saving Private Ryan, Steven Spielberg, 1998).



Desasosiego y miedo, sentir cómo el estómago empieza a girar violentamente, la piel de gallina, la sudoración gélida, los ojos humedecidos. Tales son los efectos que nos produjo en su día a mi amigo Santiago L*** y a mí mismo la visión de esta escena inicial de la película de Steven Spielberg. Las mismas que me sigue provocando en cuantas ocasiones vuelvo a contemplarla.




Son veintidós minutos en los que se nos muestra con gran crudeza el desembarco de las fuerzas aliadas en Normandía, más en concreto en el sector Dog Green de la Playa Omaha. Suficientes como para salvar a Spielberg y por ende al resto del metraje, orlado por un sentimiento de glorificación de la guerra por completo opuesto a la opinión vertida mediante la inclusión de esta escena; un metraje donde a mi parecer sólo cabe destacar, por su retorno a los parámetros del comienzo, la lucha cuerpo a cuerpo, a muerte, que mantienen el soldado americano y el alemán.




Aquel 6 de agosto del año 1944 Omaha Beach, en la península de Cotentin, en las cercanías de Saint-sur-Mer, se convirtió, al igual que el resto de las playas elegidas para el desembarco de los aliados (Utah, Omaha, Gold, Juno, Sword), en un genuino matadero. Esta en concreto comprendía una zona de unos seis kilómetros de anchura, flanqueada por los pueblos de Vierville, al oeste, y Coleville, al este. La zona de desembarco fue dividida a su vez en cuatro sectores, los cuales recibieron respectivamente los nombres en clave de Fox Green, al oeste, y Easy Green, Dog Red y Dog Green, al este. Lo que se nos muestra en el arranque de esta película se corresponde con el desembarco que los soldados estadounidenses efectuaron en esta última zona.



Como dato anecdótico cabe citar que las imágenes que nos legó el fotógrafo Robert Capa, quien llegó a desembarcar a su vez con la primera oleada de asaltantes, corresponden a Easy Red.

miércoles, 16 de abril de 2008

LAURA (1944)

"I shall never forget the weekend Laura died. A silver sun burned through the sky like a huge magnifying glass. It was the hottest Sunday in my recollection. I felt as if I were the only human being left in New York. For with Laura's horrible death, I was alone. I, Waldo Lydecker... was the only one who really knew her... and I had just begun to write Laura's story when... another of those detectives came to see me".






"Nunca olvidaré el fin de semana en el que murió Laura. Un sol de plata quemaba en el cielo como una gran lupa. Fue el más caluroso domingo que recuerdo. Me sentía como si fuera el único ser humano que permanecía en Nueva York. Tras la horrible muerte de Laura yo estaba solo. Yo, Waldo Lydecker... era el único que realmente la había conocido ... y acababa de empezar a escribir la historia de Laura cuando ... otro de aquellos detectives vino a verme".

martes, 15 de abril de 2008

AL SON DE LAS IMÁGENES


“Detesto ver a un hombre solo en el desierto muriéndose de sed, con la Orquesta de Filadelfia detrás de él”. John Ford.



En un libro sobre el director de cine Billy Wilder, la personificación terrenal de Dios para Trueba, el cáustico cineasta le participó al autor una anécdota según la cual en cierta ocasión le habían confundido con William Wyler. Semejante error se explicaba por la coincidencia existente entre los nombres de ambos, añadiéndose a ello el que los apellidos respectivos resultaban hasta cierto punto similares. Sin embargo, aparte del hecho de que ambos desempeñaran el mismo oficio no existe ningún otro rasgo que explique la confusión.
Durante sus respectivas carreras ambos cultivaron estilos por completo opuestos. Mientras en el caso del primero las comedias serían las que le procuraron su prestigio (no habrá de negarse que algunas se hallaban impregnadas de ciertos toques críticos y muy agridulces), en el del segundo su fuerte los constituyeron los melodramas. A este respecto bastaría con recordar títulos tales como "Jezabel" (1938), "La Loba" (1941) o "La Heredera" (1949).

Ya he llegado a mi destino; detengámonos en la primera citada.
Nos encontramos con un drama ambientado en el profundo Sur, en Nueva Orleans para ser más concretos, por cuyas escenas desfilan caballeros del sur (sin el retintín otorgado a estas palabras por parte de Rhett Butler) y damas encorsetadas, inmersos todos ellos en el ambiente propio de esa época.
En un ambiente como el expuesto los personajes principales desarrollan una historia de amor doloroso y enfermizo (al menos le cabe esa calificación a los sentimientos mostrados por la mujer). Una relación mantenida entre Julie (una espléndida Bette Davis) y el siempre correcto Preston Dillard (al que da vida Henry Fonda).




La banda sonora, un torpe eufemismo éste, fue compuesta por Max Steiner, el mismo compositor que elaboraría otros temas que han alcanzado por sí mismos la categoría propia de los inolvidables, en el imaginario de los cinéfilos. Basta recordar "Lo que el viento se llevó".
Mas el oído atento no tardará en descubrir incursiones en el repertorio clásico propiamente dicho, salpicadas por aquí y por allá. Por ejemplo, tras el baile gélido, bañados por una atmósfera fabulosamente transmitida por las imágenes en blanco y negro, un amplio círculo de vestidos blancos entretejidos con levitas negras circunda a dos bailarines, uno de ellos, la propia Bette, portando un vestido rotundamente carmesí, a los sones de un vals musicado por Steiner. Al término de la escena son otras notas muy diferentes las que suenan; el noviazgo entre Julie y Pres ha concluido, aunque ninguno de ellos lo declare abiertamente. No resulta preciso. Como fondo, de primeras en un tono muy bajito, para alcanzar poco a poco un mayor volumen, se desliza una melodía harto conocida para los melómanos: la obertura de Los Maestros Cantores de Nüremberg, de Richard Wagner.
Mas aún nos espera otro hallazgo, algo habitual en las películas de esa época, caracterizadas por poseer unas bandas sonoras en las que se incluían con profusión temas de la llamada música clásica. Por ejemplo, al término de una fiesta, comprobada fehacientemente por Julie la imposibilidad de recuperar el amor de Pres, una de las invitadas interpreta una pieza al piano, concretamente un nocturno de Chopin (el nocturno opus 9, número 2).


Pasemos ahora a otro título, "Corrientes Ocultas", ésta de los años cincuenta.
El protagonista, Robert Mitchum, ejecuta al piano una versión del tercer movimiento de la tercera sinfonía de Brahms. La importancia de esta melodía resulta ser tal que desde un primer momento se identifica la pieza con su personaje, como no tardará en comprobar Ingrid Bergman, a la sazón casada en la ficción con el hermano cinematográfico de Mitchum, Robert Taylor.


Un nuevo cambio.
Un padre siempre ausente, recordado por una niña en el ámbito de una idealización infantil no exenta de cierta ternura. Un hombretón dotado de unas habilidades poco corrientes para un médico, entre las que cabe citar las propias de un certero zahorí, sin desdeñar el hecho de haber adivinado incluso el sexo de su hija antes del alumbramiento.
Un baile a los sones de un pasodoble. La pareja no podría ser más estrafalaria: un corpulento Omero Antonutti, con su característica barba poblada, señorial el porte, el padre, y una menuda y fascinada Sonsoles Aranguren, la hija.
Y el pasodoble, por supuesto.
Siempre me ha encantado sobremanera esa escena de "El Sur" (Víctor Erice, 1983), así que comprenderán la intensidad de la que fue mi sorpresa cuando me enteré de que en la película "Urga, el territorio del amor" (Nikita Mikhalkov, 1991), figura esa misma pieza, interpretada esta vez por un nómada mogol. En plena estepa de Mongolia el equipo de rodaje se encontró con un natural del país, el ocupante de una móvil yurta, quien interpretaba mediante un raído acordeón un pasodoble, el mismo pasodoble. Desde luego ellos no se lo habían enseñado.
Misterios de la música.

Para acabar, y cerrar un círculo, quiero hacerlo incluyendo unas palabras de Claude Chabrol, el director de cine francés. “Su función [la de la música en el cine] consiste en recordar al espectador que lo que ve sólo es una parte de la realidad que se le presenta”.

lunes, 14 de abril de 2008

LA POPULARIDAD DE UN PROVERBIO

Che sará sará; lo que ha de ser será. Tal podría ser la traducción de este proverbio italiano. En apariencia un tanto banal pero a los cineastas no les ha parecido así en absoluto, basta con pensar en que ha aparecido de una u otra forma en al menos dos producciones cinematográficas que yo al menos tenga conocimiento, en ambos casos de procedencia estadounidense.


Una de ellas es la película de Alfred Hitchcock (obviaré emplear aquí, por considerarlo demasiado socorrido, el título de “mago del suspense” que el genial Hitch se ganó en vida) "El hombre que sabía demasiado" ("The man who knew too much", 1956), la segunda versión del filme que el propio Hitchcock había rodado en su Inglaterra natal veintidós años atrás. En ella formaba parte de la letra de una canción que la protagonista, Doris Day, cantaba a su hijo a la hora de acostarlo. Los encargados de escribir la letra de esa canción tan especial, What ever will be, fueron Jay Livingston y Ray Evans.
Aunque también aparecía otra canción, We´ll love again, sería la antes citada, una especie de nana, la que más popularidad atrajo hacia sí, coincidiendo asimismo en ella la condición adicional de tratarse de un recurso fundamental en el argumento, aunque sólo lo fuera en su versión tarareada. Piénsese en el suspense final, con la orquesta interpretando la música de Bernard Herrmann, a punto de alcanzarse el clímax del tema musical (esos platillos como mecanismo para crear el preciso suspense) y por encima la cancioncilla tarareada por Doris Day.

La referencia a la otra nos obliga a retroceder en el tiempo hasta dos años atrás, y también a desplazarnos desde Londres hasta un cementerio italiano sobre el que cae una lluvia pertinaz. En la base de una tumba a la que corona una estatua femenina puede leerse dicho proverbio, la divisa de la casa de los Torlato-Favrini. Un lema escogido por Benvenuto Torlato, un individuo que se ganaba el sustento ofreciéndose como asesino a los poderosos Borgia, según le narra su descendiente el conde Vincenzo Torlato – Favrini (Rossano Brazzi) a María Vargas (Ava Gardner).



Como no podía ser menos esa divisa también poseerá su cota de importancia en el guión. Aunque no creo preciso hacerlo voy desvelarles el título del filme, en la seguridad de que a buen seguro ya lo habrán adivinado: La condesa descalza (The barefoot contessa, Joseph Leo Mankiewicz, 1954). Lo que será será...

sábado, 12 de abril de 2008

UNA MALDICIÓN QUE SÍ ERA DE ESTE MUNDO

A menudo los críticos se aburren hasta tal punto que no encuentran mejor forma de combatir el tedio vital que organizar clasificaciones de películas. Por obra y gracia de la combinación de sus sagaces mentes y sus personales gustos hemos visto alumbrar una multiplicidad de listas, a cual más subjetiva. Una de las clases más comunes es aquella en las que reúnen los que consideran los títulos más emblemáticos, aquellos que todo cinéfilo que se precie como tal no sólo ha de haber visionado sino que incluso han de figurar en su personal colección (bien en vídeo o en DVD).
Entre sus modalidades nos encontramos con las mejores películas de todos los tiempos -lista que como las modas varía de año en año-, los cien títulos imprescindibles del cine americano -según la opinión del crítico de turno, por supuesto estadounidense- y, ésta quizás menos común, aunque a buen seguro que alguien se habrá tomado la molestia de reunirlos, los quince títulos perfectamente prescindibles del cine suizo; tomado esto último sin rastro de ironía por mi parte, pues cualquier suizo puede sentirse orgulloso por el que pasa por ser el mayor logro tras quinientos años de democracia: el reloj de cuco, Orson Welles dixit.
Entre las dificultades inherentes a la preparación de esas listas detalladas, su buen trabajo les supone el pergueñar tales clasificaciones, encontraron algo de tiempo, y es que el aburrimiento es padre con familia numerosa, para establecer no sin discusiones de por medio cuál es la película a la que cabe el dudoso honor de ser considerada como la peor película de la historia. Por variados motivos, no poco injustificados, la mayor parte de las ocasiones semejante consideración le ha sido concedida a Edward Wood Jr. (el hombre que jamás daba la orden de “corten”, por terrible que resultara el desaguisado que se estuviera montando ante la cámara) y a su largometraje Plan Nine from the Outer Space (1956). Hace unos años Tim Burton trató por medio de su película Ed Wood que este director fuera comprendido en toda su complejidad, aunque aún existen muchos que no entienden muy bien el mundo personal del propio Burton.



Aunque debamos reconocer que fue por completo incapaz de producir algo medianamente correcto, según los parámetros con que se miden las creaciones cinematográficas, nadie puede negar que se hallaba dotado de una gran pasión, un sentimiento que precisamente le empujaba a no detener la cámara en ningún momento aun cuando todo el decorado se estuviera derrumbando literalmente ante sus ojos. Hoy en día sería un director al que maldecirían los encargados de montar los extras de los DVDs, repletos de descartes y tomas falsas.
Si hubiera trabajado en la época actual quizás hubiera gozado de un mayor éxito, puesto que como todo espectador habrá comprobado a poco que se acerque a una sala de cine a visionar algunos de los estrenos más espectaculares la premisa que se ha aposentado en Hollywood parece ser la de destruir los decorados en un alarde de pirotecnia más propia de un documental sobre las Fallas de Valencia. A este respecto basta con recordar La Liga de los Hombres Extraordinarios, la desafortunada adaptación del cómic de Allan Moore.

Pero tal título no es el único que bajo la opinión de los críticos es digno de poseer ese rango. Según otros muchos lo comparte ex – aequo con El conquistador de Mongolia (The conqueror, Dick Powell,1956). Bajo un nombre tan sonoro se escondía el intento de recrear la vida del joven Gengis Khan según los designios del magnate metido a productor Howard Hughes, el dueño entre otras muchas cosas de la productora R.K.O., en lo que no dejaba de ser el poco asiático aunque también ciertamente caluroso desierto de Utah.


La crítica no ahorró críticas, valga la redundancia, y para muestra baste este texto entresacado de un ejemplar de la revista Time de esa época: “El conquistador de Mongolia, película basada en la vida del joven Gengis Khan, da la impresión que Mongolia no es sino una región del oeste americano; no en vano el papel del más formidable genio militar de Asia es encarnado por el cowboy más famoso de Hollywood: John Wayne”.


En esta película participó efectivamente Marion Michael Morrison, más conocido entre el nutrido grupo de los que gustan del cine como John Wayne, en la que para muchos, y baste con recordar la opinión de Terenci Moix en su libro Mis inmortales del cine, constituye una de las peores interpretaciones de su carrera (a excepción de su panfletaria Boinas Verdes), al tiempo que una pésima elección de papel a la que se uniría la consideración de tratarse de una elección mortal de necesidad.
Y es que al parecer en la zona de rodaje se habían llevado a cabo años atrás experimentos de carácter nuclear, circunstancia de la que en ningún momento fue advertido el equipo técnico y artístico. Con el paso del tiempo serían varios los miembros del rodaje que acabarían enfermando mortalmente de cáncer, entre ellos el propio Duque, quien irónicamente había celebrado su cumpleaños en el fatídico set.
A eso sí que pude denominarse rodar hasta las últimas consecuencias.

INFORMACIÓN COMPLEMENTARIA



sábado, 5 de abril de 2008

EL TERCER HOMBRE

Entre mis películas favoritas cabe referirme a El Tercer Hombre (The Third Man, Carol Reed, 1948), un filme realizado a partir de un guión obra del escritor inglés Graham Greene, quien previamente necesitó escribirlo en forma de novela corta para darle la profundidad y el tratamiento que la historia requerían.
Lo más curioso es que todo arrancó a partir de una simple anotación realizada tiempo atrás en su libreta por el propio Greene. En ella sólo había escrito una frase corta un tanto enigmática. Algo así como que había visto a un amigo al que había enterrado hacía unos días.

Lo que poca gente sabe es que el proyecto estuvo a punto de no llevarse a término. Cuando Greene, quien en su obra había descrito una Viena devastada al término de la contienda, visitó al cabo de unos meses la ciudad en la compañía del productor Alexander Korda, se encontró por el contrario con una ciudad reconstruida, en la que las ruinas habían sido limpiadas y donde los cafés y restaurantes ofrecían sus servicios con diligencia. Algo para nada similar a la desolación con la que había pintado los escenarios en los que transcurría la acción. El propio escritor se sintió en la necesidad de asegurarle al productor que sólo unos meses antes todo era tal y como él había escrito. Sin embargo la película salió adelante, rodándose en Viena y en los London Film Studios, Shepperton, Inglaterra.


Sin ánimo exhaustivo incluyo a continuación las fichas técnica y artística de la película.

Productor: ALEXANDER KORDA, DAVID O. SELZNICK y London Films
Producida y dirigida por: CAROL REED
Argumento original y guión: GRAHAM GREENE
Música: ANTON KARAS
Productor asociado: HUGH PERCEVAL
Productor ejecutivo: T. S. LYNDON-HAYNES
Director artístico: VINCENT KORDA
Ayudantes de dirección: JOHN HAWKESWORTH y JOSEPH BATO
Director de fotografía: ROBERT KRASKER
Montaje: OSWALD HAFENRICHTER
Operadores de cámara: EDWARD SCAIFE y DENYS COOP
Foto-fija: JOHN WILCOX y STAN PAVEY
Sonido: JOHN COX
Maquillaje: GEORGE FROST
Jefe de peluquería: JOE SHEAR
Vestuario: IVY BAKER
Decoración: DARIO SIMONI
Script: PEGGY McCLAFFERTY
Música de cítara, arreglos y dirección: ANTON KARAS
Reparto:
Holly Martins: JOSEPH COTTEN
Anna: ALIDA VALLI
Harry Lime: ORSON WELLES
Mayor Calloway: TREVOR HOWARD
Sargento Paine: BERNARD LEE
Portero: PAUL HOERBIGER
Mujer del portero: ANNIE ROSAR
"Barón" Kurtz: ERNST DEUTSCH
Popescu: SIEGFRIED BREUER
Dr. Winkel: ERICH PONTO
Crabbit: WILFRID HYDE-WHITE
Casera de Ana: HEDWIG BLEIBTREU
Hansl: HERBERT HALBIK
Brodsky: ALEXIS CHESNAKOV
Portero del Sacher's: PAUL HARDTMUTH


Ya sin más quiero destacar las tres escenas que gozan de mi especial preferencia dentro de esta película.


EL ENCUENTRO DE HOLLY MARTINS CON HARRY LIME.



Una escena cuya manufactura bebe de las fuentes del expresionismo alemán. Esa fotografía del artesano Robert Krasker, con los adoquines de la calle resaltados por obra y acción de las mangueras con las que el equipo de rodaje se ocupó de regarlas (¡y era invierno!).


LA NORIA.



En la que se incluye el famoso diálogo del reloj de cuco, cosecha del propio Orson Welles, pues no figuraba en el guión original de Graham Greene.


LA ESCENA FINAL.



Una vez definitivamente enterrado Harry, entierro al que sólo han asistido Calloway (“Calloway, no Callaghan, irlandés, no escocés”), Holly y Anna. Su pasado amigo decide aguardar a Anna, quizás para hablar con ella y darle las oportunas explicaciones por su directa intervención en la muerte de su amado Harry.
Lo hace a pie firme, esperando que ella llegue a su altura, avanzando desde el fondo del plano. Mientras tanto la cámara permanece estática, “fijada con cemento” (según el nombre que recibe esta técnica en el argot cinematográfico). Esta escena estuvo a punto de ser eliminada pues según el criterio del productor, Alexander Korda, ninguno de los espectadores estaría dispuesto a esperar tanto tiempo. Sin embargo el director, Carol Reed, mostró un gran empeño en mantenerla, convencido de que sí lo harían. Al final se quedó y los hechos le dieron la razón.

miércoles, 2 de abril de 2008

¿EL LORO AZUL?


-Lo siento monsieur, tendríamos que engrasar a la policía. Esta es tarea para el señor Ferrari.
-¿Ferrari?
-Puede serle muy útil conocer al señor Ferrari, está a punto de conseguir un monopolio en el mercado negro. Lo encontrará allí, en el Blue Parrot.
-Gracias.
Diálogo entre un vendedor callejero y un refugiado.
Casablanca (Casablanca, Michael Curtiz, 1943).


Efectivamente, El Loro Azul no es más que la traducción al español del nombre del café de monsieur Ferrari (interpretado por Sidney Greenstreet, actor al que se reconoce también por su interpretación de Kasper Gutman, el líder de la cuadrilla de facinerosos en El Halcón Maltés), un local a cuya puerta campea junto a un loro un letrero donde destaca ese nombre.


Para los interesados en curiosidades cinéfilas de todo tipo ahí va una información: Roman Polanski también denominó así a un club, The Blue Parrot, en su película parisina Frenético. Aunque la realidad resulta mucho más simple pues tal local no existía fuera de los decorados. De nada sirve buscarlo entre las mojadas calles, caja de cerillas en mano, cual un renovado Harrison Ford. Lo cierto es que el director se basó para ambientarlo en el Baines Douches.

martes, 1 de abril de 2008

BON APPÉTIT!

Asombra el gran número de ocasiones en las que ha sido abordada la temática gastronómica por el mundo del celuloide. Para abrir su apetito, lectores que abordáis estas páginas electrónicas, podría principiar mi periplo a través de los fogones cinematográficos asistiendo, por ejemplo, al suntuoso banquete, digno de reyes y cortesanos, organizado en El festín de Babette (Babette gaestebud, Gabriel Axel, 1987).
En esta película se describía con sumo mimo la cuidadosa elaboración y posterior degustación de un selecto banquete al estilo de París, durante cuyo transcurso unos rectos y sobrios protestantes se dejaban atenazar por el pecado de la gula a pesar de las precauciones tomadas. Seamos sinceros y comprensivos. Nadie que recibiera el honor de ser invitado a semejante festín podría sustraerse a la tentación de caer en un pecado tan delicioso.
A su cargo se encontraban las manos de quien en apariencia no era más que una sencilla cocinera francesa. Para sus vecinos y para las dos mujeres que la habían acogido en su casa, con la intención de que oficiara como su cocinera, no era más que una mujer que había recalado en aquellas inhóspitas tierras tras huir de las medidas represoras organizadas contra los comunards de París. Sin embargo con sus hábiles disposiciones los exóticos ingredientes que eran transportados hasta la playa a bordo de simples botes de remos se convertían en platos plenos de sofisticación. Me basta con citar viandas tales como la sopa de tortuga o las reconocidas codornices en sarcófago.
No habré de ser yo quien desvele aquí el misterio oculto en torno al origen de su saber. Para conocerlo deberán visionar esta película, o aún mejor, acudir a la propia fuente. A buen seguro que sabrán que su argumento está basado en un maravilloso relato: El festín de Babette, escrito por la danesa Isak Dinesen, seudónimo adoptado por la baronesa Karen Blixen cuando, una vez de regreso a su Dinamarca natal procedente de su cafetal en Kenia, decidió dedicarse a la literatura. Efectivamente, se trata de aquella mujer que poseía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong, y cuyos almuerzos y comidas eran servidos por Farah, su mayordomo somalí, siempre sus negras manos enguantadas de blanco.

Merced al poder de la imagen demos un salto y trasladémonos desde la fría Dinamarca hasta la jocosa y por momentos desmesurada Italia. Nos rodean un grupo de amigos que han tenido a bien tomar la determinación de suicidarse en mutua compañía, sin por ello despreciar la proporcionada por unas cuantas mujeres de vida alegre. El método escogido para embarcarse en la barca de Caronte resultaba ser el más grato a sus ojos: una orgía en la que los manjares y los vinos pasarían a ocupar la posición central hasta llegar a un final personalizado en una auténtica indigestión. El placer carnal personificado en la coyunda de la gula y la lujuria. La gran comilona (La grande bouffe, Marco Ferreri, 1973).

¿La irreverencia inteligente correteando de un lado a otro por la pérfida Albión? ¿Es tal cosa posible? No resulta extraño pensar que un país que además de conformar un imperio también gozó de la dicha de asistir al nacimiento de plumas sumamente aceradas a la par que dotadas de una sagacidad fuera de toda duda -tales como las de Thomas De Quincey, Gilbert K. Chesterton, Saki o Jonathan Swift- fuera capaz al tiempo de servir como campo de acción para las maniobras de aquel grupo de superdotados para el ejercicio de la mordacidad más virulenta como fueron los legendarios integrantes de los Monty Phyton.
Quiénes de cuantos lean estas líneas y que hayan visionado El sentido de la vida (The meaning of life, Terry Jones, 1982) confesará su incapacidad para recordar uno de sus episodios finales, buen ejemplo del humor que caracterizaba a este grupo de individuos a los que el calificarles como meros humoristas resultaría un tanto parco y temo que hasta del todo inexacto. Basta recordar aquella escena durante cuyo transcurso una chocolatina rellena de menta adquiere la condición de instrumento fundamental para la recreación escatológica y visceral de una genuina indigestión. Impagable.

Prosigamos viaje y recalemos en un humor aún más negro si cabe. Aún no nos hemos movido de Inglaterra, mas ahora somos llevados de la mano por un director que al paso de sus poéticas imágenes inspira sentimientos encontrados: el siempre controvertido Peter Greneway. En El cocinero, el ladrón, la mujer y su amante (The cooker, the thief, his wife and her lover, 1989) se nos muestra a qué extremo se puede llevar la belleza al elevar el canibalismo a la condición del mayor y más sublime acto de amor.

Si continuamos transitando por la senda de los platos exóticos podríamos atrevernos a degustar las múltiples producciones con los zombies como protagonistas, desde títulos ya clásicos como La noche de los muertos vivientes (Night of the living dead, George Romero, 1968) hasta estrenos más recientes, pura exacerbación del gore llevado a sus extremos más viscerales, los más faltos de imaginación y que por no producir ni siquiera provocan náuseas, si acaso sí que algunas carcajadas entre el respetable.

A este respecto cabe recordar una película española cuyo título no recuerdo, y que en los años setenta protagonizó Ovidi Montllor. En ella se muestran las últimas andanzas de un técnico en reparaciones de electrodomésticos, devoto practicante de la molesta costumbre de acostarse con mujeres casadas con terceros. Se entiende que tal costumbre no resultaba ser del agrado de los maridos así ultrajados pues desde luego no era así para sus esposas. Las asechanzas del buen hombre arrugando sábanas en camas ajenas concluían siendo fatalmente devorado con gran fruición, por supuesto una vez convenientemente aderezado y cocinado, en una reunión del club de caza del que formaban parte los vengativos maridos.

Y qué les parece, ya que por entre estas harinas nos movemos, pasar ahora a hablar de más muertes, obviando claramente aquellas en las que la protagonista es la del propio gangster, con la consabida escena en la que se entremezclan los fetuccini, los manteles a cuadros, la abundante salsa de tomate, el implacable colesterol y el surtido de hemoglobina. Y alguna que otra aria, ¿por qué no?

Una vez llegados a este punto hay un título que me viene a la memoria: Pero, ¿quién mató a los grandes chefs? (Who is killing the great chefs of Europe?, Ted Kotcheff, 1978.). En él los mejores jefes de cocina del mundo son asesinados entre fogones de las más variadas y sugerentes formas; una mezcla de trama policiaca a lo Agatha Christie y de Guía Michelín.

Muertes, muertes y más muertes, muertes por doquier. Como la presentada bajo la forma del cuerpo de un monje cuyo cuerpo reposa piernas en alto, parcialmente sumergido en una tinaja colmada de sangre en El nombre de la rosa (Le nom de la rose, Jean-Jacques Annaud, 1981), tal y como lo describía Umberto Eco en la novela del mismo título en el que se basa.

Ya para finalizar hagámoslo saboreando un buen postre, el más indicado de los prolegómenos antes de pasar al disfrute del consabido licor y el imprescindible habano. Pero hagámoslo a lo grande, flanqueados por Martin Scorsese e Ingmar Bergman. Sugerente, ¿no? La Edad de la Inocencia (The age of innocence, Martin Scorsese, 1993) y Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, Ingmar Bergman, 1983).
¿Acaso no concluirán conmigo que el mejor broche para nuestro almuerzo no es una cena en casa de los Van der Luiden y una lujosa cena navideña?

De acuerdo, les dejaré descansar durante un ratito, tiempo más que suficiente como para que en la medida que sus fuerzas se lo permitan se arrastren hasta el cuarto de baño en busca del liberador paquete de Almax. Mas si acaso la fortuna no les acompaña no estaría de más que pidieran a un familiar que desempolvara la cámara que guardan en el fondo del armario.
¿Quién puede sustraerse a la tentación de conquistar aunque sólo sea a título póstumo esos últimos cinco minutos de gloria a los que todos tenemos derecho?