Un espacio destinado a charlar acerca del cine, saboreando una taza de café (puede que más), sentados en torno a una mesa. Por el simple gusto de hablar por hablar acerca de una pasión compartida por una reducida infinidad, así nomás como son estas cosas.

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viernes, 3 de octubre de 2008

EVOLUCIÓN


"La Fiera de mi Niña" ("Bringing Up Baby", Howard Hawks, 1938)



-O está muerto o mi reloj está parado.

Dr. Ergenhofer (Groucho Marx), Un día en las carreras” (“A day in the races”, Sam Wood, 1937).




El que los Estados Unidos de Norteamérica constituyen en sí una tierra de promisión es algo que a estas alturas ya nadie pone en duda. Lo de que han recogido a gentes venidas de todos los parajes del globo terráqueo además de ser redundante, máxime tras la frase con la que daba inicio a esta narración, suena a algo tan obvio que no merece una mayor atención. En cuanto a que merced a semejante mezcolanza de gentes y caracteres una de las características más relevantes de su sociedad sea su tendencia al asociacionismo no extraña a casi nadie. Ya en el antepasado siglo hacía referencia a ella el novelista francés Julio Verne, más en concreto en su libro “De la Tierra a la Luna”. En una página dada refería que en cuanto dos americanos se conocían formaban un club, uno ocupando el cargo de presidente y el otro como secretario; si por un casual se les unía un tercero al punto era nombrado tesorero.
Juntemos las anteriores evidencias que de tan claras ni merecen ser contrastadas y comprenderemos que gracias a su audaz espíritu hayan dado un paso más allá. Como resultado han acabado instaurando premios de variado tipo y calidad. Precisamente de uno de estos galardones quiero hablar a continuación. A mis oídos llegó por los ojos, extraño procedimiento éste se dirán sin duda para sus adentros, mas no piensen en ningún momento en malformaciones, ni mucho menos en enfermedades congénitas a modo de explicación para semejante fenómeno. Lo que quiero expresar metafóricamente es que lo leí, y que como no me lo acababa de creer acabé repitiéndomelo en voz alta.
Han transcurrido varios años desde aquel entonces, unos seis o siete mal contados, tampoco es que lo recuerde muy bien. El caso es que por aquella época el escritor catalán Quim Monzó ignoraba que se encargaba de amenizarme los domingos desde una página publicada en el suplemento de un diario de tirada regional. Cierta mañana dominical atrajo mi interés con unos comentarios a tres columnas, y dibujito alusivo en el centro, relativas a cierto galardón concedido anualmente por un grupo de científicos norteamericanos: los Premios Darwin.
Se trata de un particular homenaje al padre de la teoría de la evolución, aquel investigador que se enroló como naturalista para disfrutar de un crucero alrededor del mundo. No sé si gozó con la travesía pero sí recuerdo que a bordo de aquel buque, por nombre Beagle, obtuvo las pruebas y los conocimientos precisos para acabar formulando su famosa teoría. Precisamente la que hizo que le acabaran caricaturizando en la prensa seria con cuerpo de simio y cabeza calva y poblada barba blanca, entrado en la venerable vejez. Sin duda sus enfrentamientos con el comandante del barco, un creacionista convencido que creía a pies juntillas, y así lo mantenía, que el mundo había sido creado un domingo veintitrés de octubre, y que desde entonces sólo habían transcurrido unos cinco mil años largos, le hubieran debido servir como advertencia. Mas no se arredró, y ahí lo tienen: yo sólo recuerdo su nombre, el del capitán, muy famoso por aquel entonces en la Marina de Su Majestad, se ha perdido por entre los pliegues de mi memoria.
Ese grupo de científicos pretende honrar con el eminente nombre, ya he explicado su origen, a todo aquel que se haya quitado de en medio, de manera definitiva se entiende, y por supuesto involuntaria, en aras del progreso de la especie. O sea, que se haya sacrificado sin ser siquiera consciente de ello para contribuir a que sus genes no se propaguen más allá de su persona, evitando así el peligro que tal hecho podría suponer para la evolución de la raza humana.
En el artículo Monzó menciona unos cuantos ejemplos acerca de los galardonados en años anteriores, todos fallecidos: dadas las cualidades valoradas por el jurado para ser acreedor a la distinción la concesión se caracteriza por ser siempre a título póstumo. Quizás se lo pudiera considerar como un homenaje a los quince minutos de fama preconizados por Warhol, aunque al no ser consciente de ello el occiso no se encuentra en condiciones de disfrutar en su plenitud de los frutos de dicha fama.
Uno de los casos descritos es el de un abogado canadiense, por nombre Garry Hoy, ganador de la edición del año mil novecientos noventa y seis. Su mérito fue precipitarse al vacío en una forma revestida con unos tintes un tanto peculiares, por no decir rematadamente tonta, desde el piso veinticuatro de un rascacielos de Toronto. Al parecer el hombre pretendía demostrar de una manera contundentemente práctica la resistencia del ventanal de su despacho. El que lo hiciera como lo hizo lo explica a partes iguales su profesión y que los que conformaban el auditorio que asistía a la prueba fueran un grupo de estudiantes de Derecho. En fin, no se le ocurrió nada mejor para alabar la obra del arquitecto que coger carrerilla para con el impulso tomado golpear el cristal con el hombro.
Prosigue Monzó su artículo relatando unos cuantos más, a cual más peculiar; lo suficientemente interesantes como para que yo acabara guardando la hoja en una de mis múltiples carpetas repletas hasta el borde del atracón con recortes de variado tipo.
El caso es que he mencionado todo lo anterior porque, navegando por la telaraña mundial, me he encontrado con un comentario acerca de la celebración de la última edición de estos premios. No sólo resulta característico de este mundo que poblamos que aún se sigan concediendo sino que hay que anotar además que el número de candidatos una vez más haya sido bastante nutrido. Cabe hablar de un ganador, fallecido al igual que la práctica totalidad de sus ilustres predecesores. Permítanme que les robe un poco más de tiempo y emplee éste y un poco de su paciencia para narrarles su caso.


El señor Bernard Hemmings era, pretérito, un actor inglés bien parecido cuya carrera había transcurrido fundamentalmente en el ámbito teatral, concretando más, y desde un punto de vista geográfico, en Inglaterra y alrededores (ese compendio que se acostumbra a denominar más resumidamente como Reino Unido, o, en aquellos momentos especiales en los que la ocasión así lo exige, con el más largo y no menos pomposo de Reino Unido de la Gran Bretaña, Irlanda del Norte e Islas del Canal). Por una casualidad genética fue escogido para participar en una producción televisiva al otro lado del charco. Un hoyuelo perfectamente alargado combinado con un extraordinario parecido con Cary Grant movieron a los productores americanos a escogerle entre cientos de candidatos. Además su extraña manera de destrozar el inglés, habilidad alcanzada con la práctica representando a Shakespeare, les acabó convenciendo de que su elección era la más adecuada. Hay que explicar que la serie pretendía mostrar en cuatro capítulos la vida del genial actor inglés, la de Cary Grant se entiende, del tal Bernard Hemmings y su Ricardo III no habían oído hablar por aquellos pagos, para ellos se encontraba tan hundido en el abismo junto con las penas que pesaban sobre la casa de York como el Titanic.
Pues el tal Bernard a mitad de rodaje se debió enfrentar con unas escenas en las que se pretendía rememorar el rodaje de “La fiera de mi niña”. El director quería recrear su famosa secuencia final en la que el amor triunfaba sobre la ciencia, materializado en el derrumbamiento del esqueleto del brontosaurio. Como actor Bernard era un puntilloso profesional, y deseoso de meterse en el papel no dudó en ensayar en la soledad del estudio, tratando de empaparse con la esencia del personaje. Para sentirlo mejor, tras embutirse en una bata blanca se encaramó en lo alto de la osamenta. Desdeñó el andamiaje por considerar que el contacto directo con el armazón del animal sería más fructífero. Allá arriba esperaba recibir la inspiración suficiente como para revalidar sus triunfos teatrales en las Islas.
Se encontraba revolviendo por allá arriba, a varios metros del suelo, pensando en clavículas intercostales, cuando vio merodear por el plató a un fox terrier. Que un perro de cualquier raza correteara por un plató vacío resultaría desacostumbrado, aún tratándose de los Estados Unidos. Pero en esta ocasión en cambio el que lo hiciera un fox terrier no lo era tanto. Era el can que interpretaba el papel de aquel otro que unos sesenta años antes había traído de cabeza tanto al personaje de Cary como al interpretado por Katherine.
No sabremos nunca con exactitud lo que pasó por la cabeza de este actor, tan lejos de su patria y de sus costumbres ancestrales. Sólo podemos atisbar, o más bien imaginar, lo que motivó su comportamiento. El caso es que imbuido en el espíritu de la genial comedia no se le ocurrió nada mejor que arrojarle un hueso del esqueleto de atrezzo al perrito. Un simple juego que traería aparejadas unas consecuencias inesperadas, o al menos muy distintas a las supuestas por el actor. El bueno de Bernard aferró un pequeño hueso de mentira que sobresalía del terrible espinazo con tan mala suerte que resultó ser el mecanismo disimulado que los encargados de los efectos especiales habían habilitado para provocar el desmoronamiento del conjunto.
Décimas de segundo después, tras una lluvia de huesos rodeando al cuerpo del desgraciado Bernard, los primeros de mentira, y los de Bernard estos sí desgraciadamente verdaderos, acabaron reunidos en desorden sobre el duro suelo varios metros por debajo de su punto de origen. Cuando le hallaron los del equipo de producción una clavícula intercostal del brontosaurio reposaba sobre su pecho mientras el perrito permanecía a su lado meneando el rabo.
Como dijo uno de los miembros del jurado, no sin parafrasear con cierta ironía a Luis XV, el mejor epitafio para alguien así sería: “después de mí, el progreso”.

2 comentarios:

Landi dijo...

Profusa descripción del darwinismo pasado por Hawks y El profesor chiflado. Nada, no me haga caso. Un saludo

G. K. Dexter dijo...

Ya se sabe, cuestión de "metodología insular" con la compañía de un "perrito" en lugar de galápagos.

Un saludo cinéfilo, Landi.