“Un film no es más que un sueño que se cuenta, pero un sueño que soñamos todos juntos”.
Jean Cocteau.
-No veo por qué tiene que hacerse el listo, señor Marlowe. Y no me gustan sus modales.
-A mí no me enloquecen los suyos, y no he pedido esta entrevista. Me tiene sin cuidado que no le gusten mis modales, ni siquiera me gustan a mí. Me hacen llorar en las noches de invierno y me importa tanto que se meta conmigo como que se tome la sopa con tenedor. Así que no trate de confundirme.
-Nadie usa ese tono conmigo.
-¡Oh!
Vivian Sternwood (Lauren Bacall) y Phillip Marlowe (Humphrey Bogart),
“El sueño eterno” (“The big sleep”, Howard Hawks, 1946).
Cada vez que se sentía solo se hacía acompañar por seres inexistentes que sólo asumían cierta corporeidad en su imaginación. Con ello se ahorraba el esfuerzo de fatigarse por una búsqueda en pos de otros a los que participar sus ilusiones y proyectos, sus problemas y errores, sus aciertos y diversiones, sus vivencias diarias en suma.
En cuantas ocasiones sentía la necesidad de tomar alguna bebida transformaba su hasta ese momento vacío salón en el Café Americain de una Casablanca prefabricada en blanco y negro. A su vera un pianista negro aporreaba un piano color rosa al tiempo que entonaba una canción que desde hacía mucho tiempo él no había vuelto a escuchar. Al fondo huía continuamente de sus captores un hombrecito de ojos saltones dejando tras de sí un rastro con olor a violetas, en busca de un halcón que había robado a unos soldados alemanes quienes portaban consigo unos salvoconductos harto singulares. Quizás aún mantuviera la pretensión de canjear aquella forja de sueños por el vino ofrecido por unas ancianitas que guardaban el paso a su sótano donde, por uno de esos misterios que sólo se dan en contadas situaciones, se desarrollaban las obras del Canal de Panamá.
Si quería aumentar sus conocimientos acerca de la vida salvaje hacía que un leopardo se paseara a los sones de Mozart, por entre los montones de libros que ocupaban buena parte del suelo, meticulosamente embalados en cajas. Una costumbre, la de confinar a los volúmenes, aprendida de un amigo suyo, quien cierta vez le participó el primer error que se comete al instalarse en una casa: comprar una estantería. Grave equivocación donde las haya puesto que detrás de esa pieza se colarán uno a uno de puntillas y de seguido los demás muebles. Tan escueto mobiliario le animaba a jugar con puzzles mientras murmuraba una sola palabra, la pieza única de otro rompecabezas, éste interior, para eterna desdicha de cuantos pudieran oírle pronunciarla, ignorantes de su exacto significado. Entonces se vestía con un salto de cama y perseguía a un perro cuyo mayor afán era romper vestidos femeninos y fracs masculinos, a este respecto el can no hacía distingos por cuestiones de sexo, amén de su pareja afición por esconder clavículas intercostales.
Si lo que ansiaba era aire puro se cogía una caña y un cesto y se acercaba a la orilla de un río próximo a Strelsau, con el ánimo de encontrarse con un borrachín, para más señas heredero al trono, al que corona y prometida le quedaban un tanto grandes. Y qué bien en cambio le sentaban a él tanto los armiños como los brazos de la princesa, aunque la esgrima no constituyera su fuerte, y mucho menos lo de esquivar puñales arrojados con su espalda como último objetivo.
¡Ah!, cada vez que abría la ventana al bullicio de la calle sus ojos no contemplaban el bloque de enfrente, y con él a ese vecino cuya afición era la de asesinar esposas, sino la figura solitaria de alguien llamado Ethan aproximándose desde la lejanía parduzca. Entonces se sentaba en la mecedora y tras varios tragos de whisky acababa recorriendo un río repleto de rápidos y sanguijuelas en compañía de la hermana de un predicador, silbando entre dientes para llamar la atención de una flacucha deslenguada, tal y como ella le enseñó la primera vez que se conocieron, mientras con un tenedor daban buena cuenta de una suculenta sopa.
La simple visión de un tarro conteniendo azúcar le retrotraía a unos tiempos en los que se cuestionaba la democracia suiza, en contraposición con la más interesante y fructífera Italia renacentista. Caminaba entonces por calles mojadas con gatos que sentían una especial predilección por frotarse contra los fondillos de los pantalones, en pos de un amigo que tiempo atrás ocupara el puesto de policía en una ciudad fronteriza. Un amigo al que unas brujas le vaticinaron que un día sería rey y que a causa de ello cayó en la locura y, ya cadáver, en un río, muerto a manos de un imposible mejicano WASP.
O el pasear por un París de decorado donde hasta el papel de las paredes olía a Les Halles, atraído por la verde coloración de la indumentaria de una chica de vida alegre a la que el jefe chuleaba, y que acabaría aprendiendo que una mujer no se debe poner rímel si es que va a llorar. Ni tampoco, y ya que a eso vamos, a dar de beber champán a un perro, aunque tenga por nombre el muy apropiado de Coquette.
Se encontraba, como bien comprenderán, un poco perdido. Mas cuando sentía que la locura le atenazaba, tras rondar en las proximidades, acudía presto a su lado para mitigar los síntomas cierto psiquiatra, un poco disminuido tras su brutal encuentro con un tímido izquierdista, preso por homicidio y condenado a la horca. Y eso sólo cuando no tenía que atender a un tal Archibald Leach quien en algunas ocasiones se metamorfoseaba en un hombretón cuyo nombre auténtico me resulta impronunciable.
En suma, sólo les contaba estas cosas a camareros acodados en barras de todos los tipos y tamaños. Hombres con tatuajes en los brazos que servían Calvados; que nunca acababan contando una historia porque al fin y al cabo siempre era otra que nada tenía que ver con la anterior; que le anunciaban la marcha de chicas que ya hacía horas que se habían ido del lado de uno, y que la mayoría de las veces no se sentaban con sus clientes ni probaban una sola gota de alcohol, aun cuando anunciaran su nacionalidad agitando la bandera del país de la borrachera.
Lo más terrible de cuando se sentía solo era que todo cuanto aquí les narro adquiría una corporeidad tan tangible que hasta en ocasiones su vecina se colaba en el salón a través de la ventana, para cantarle acunando una guitarra canciones que hablaban sobre ríos forjados con rayos de luna. Tampoco le importaba que en otras visitas, llevada por la melancolía, se limitara a narrarle sus propias anécdotas. Como aquella vez que viajó varios años seguidos por las carreteras de Europa en compañía de su entonces marido, sin que este último cambiara en absoluto al cabo de tantas idas y venidas. O aquella otra, siendo todavía una niña, en la que había espiado a los asistentes a una fiesta celebrada en la mansión en la que su padre ocupaba el puesto de chófer, secretamente enamorada de uno de los hijos de la adinerada familia. Siempre la escuchaba, aunque al fin y al cabo no fuera más que otro fruto de su íntimo deseo de no sentirse tan solo.
Mas llegó el día en el que debió dejarlo todo atrás. El día en que el cantante contrajo una pulmonía por cantar y bailar con el paraguas cerrado bajo un aguacero. El día en que el eterno aventurero, gigante de seis pies, murió por un cáncer estúpido contraído más estúpidamente todavía mientras encarnaba a un líder mogol poco creíble. El momento en que la mujer que tomó el avión hacia Lisboa sintió cómo su brazo se hinchaba, arrebatándole de a pocos la luz de gas que ya había perdido cierta noche en la ciudad de la luz. Sí, el día en que chorreando bajo la lluvia se despidió de la Venus personificada en bailarina de flamenco.
Así que cerró la puerta de su vida tras él, se caló el bombín y con el paraguas cuidadosamente plegado se decidió a proseguir su camino en sociedad. Como único equipaje para su viaje de errabundo apátrida la sabiduría propia de un jardinero con un parterre de sueños a su cargo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario