Un espacio destinado a charlar acerca del cine, saboreando una taza de café (puede que más), sentados en torno a una mesa. Por el simple gusto de hablar por hablar acerca de una pasión compartida por una reducida infinidad, así nomás como son estas cosas.

Bienvenidos a mi hogar. Entren libremente. Pasen sin temor. ¡Y dejen en él un poco de la felicidad que traen consigo!

miércoles, 3 de junio de 2009

TOQUE DE ZAFARRANCHO

[En el episodio anterior: el señor Pond se haya recordando viejas tradiciones marinas cuando, sin previo aviso, la fantasía irrumpe en la realidad bajo la forma de un galeón pirata. En lo más alto de su palo mayor ondea la “Jolly Roger” roja: la más temida de las enseñas piratas, la advertencia de que no existirá muestra alguna de compasión para con los supervivientes, si es que acaso queda alguien vivo tras la terrible conflagración que se avecina].




¿Quién en su niñez no disponía de una lugar en el que guarecerse, lejos de las miradas inquisitivas de los adultos? La casa en la que vivían mis abuelos era una casería rural, como tantas otras que pueden encontrarse por el occidente de Asturias: la planta baja ocupada por las estancias del día a día (cocina y despensa) y la cuadra anexa donde pernoctaba el ganado, a la que podía accederse por una puerta interior, sin necesidad de salir a la intemperie para entrar a través del portón corredizo. Sobre esta última, entibiada por el calor de los animales, se levantaba el primer piso, la zona llamémosla noble, o lo que es lo mismo, los dormitorios y una pequeña sala de estar. Y encima de ella, al final de una estrechísima escalera encajonada, tras una puerta que siempre permanecía cerrada, al final de unos carcomidos escalones que comenzaban en el mismo vano, estaba el desván.
Era aquella (y sigue siéndolo) una estancia angosta y sumida en la penumbra, sólo rota por la luz procedente de un único bombillo. Entre trastos y cachivaches de otra época, reliquias de los anteriores moradores, desde mis tatatarabuelos a mis abuelos, se ocultaba un pequeño tesoro.
No piensen en cofres ni arcas, sino en algo mucho más preciado: la colección de comics infantiles de mi tío: comics y cómics, a peseta y cuarto el ejemplar, formando un montón heterogéneo y desordenado.
Por aquellas viñetas deambulaban valerosos marinos como "El Cachorro", quien daba nombre a la colección, y su fiel amigo Batán; fieros piratas caribeños como Morgan, el capitán Baco o el Olonés; piratas berberiscos como el sanguinario Abu Seif; o segundones no menos malvados como Quasimodo. Por allí desfilaban pistolones, mosquetes, hachas, sables y alfanjes, cimitarras y puñales. "¡Voto a bríos!", "por cien mil cachalotes" y otras expresiones similares eran los únicos exabruptos admitidos, mas para el niño que yo era por aquel entonces eran más que suficientes como para transmitir la fiereza de los combates, abordajes y zafarranchos de combate.



Nadar en aguas infestadas por escualos, el puñal aferrado entre los dientes, bucear bajo la quilla del galeón pirata para ascender por una maroma hasta la cubierta; caminar sin ser visto hasta la santabárbara para inflamar la pólvora con ayuda de una vela y un poco de yesca...

Lo curioso es que aquel mundo fantástico sólo se materializaba en aquel rincón de la casa. Una vez al mes, durante el fin de semana en el que en compañía de mis padres visitaba la casa de mis abuelos. Sólo comprendí esa lección tiempo después, demasiado tarde, justo cuando cometí el error de llevármelos a mi casa. Como consecuencia la magia se rompió...

Aquellas historias, lejos de su entorno natural, se fueron marchitando en contacto con el día a día.







Humo. El fragor de las piezas de artillería escupiendo su metralla. Esquirlas y metralla que barren nuestra cubierta. El aire irrespirable a causa de mil astillas. Gritos desaforados. Olor a pólvora por doquier. Una certera andanada atraviesa de parte a parte el castillo de popa. Entre violentos crujidos la puerta del camarote del capitán salta de sus goznes. Prosigue el cañoneo. Astillas. Humo. Ya se ha dado orden de repartir mosquetes y pistolones entre la tripulación.


Apenas nos resta munición. Ambos navíos ya en paralelo. Casi podemos tocar con nuestros dedos las bocas de sus cañones, ahora mudos. Preparamos las hachas. Con silbidos premonitorios a masacre atraviesan el hueco entre ambos barcos los primeros garfios. Hincados en la borda preceden a sus cordajes. En vano tratamos de seccionarlos. Por cada uno que segamos surgen cinco más. Crujidos del barco apresado. Diríase unido en destino al galeón atacante.


Una voz gutural, como procedente del mismo averno, hiende el aire, al otro lado de la maraña de cáñamo: “¡Caballeros! ¡Dispongan los reales de a ocho para Caronte!”.


Los primeros de entre ellos saltan sobre nuestra cubierta…

[CAPÍTULO SIGUIENTE]

4 comentarios:

BLAS dijo...

He olido hasta la pólvora, y creo que he escuchado los crujidos del barco... Me encantan las historias de piratas... De siempre.
Y también me ha gustado la casa de tus abuelos, pero como dices, hay algunos lugares mágicos con cosas mágicas, envueltos en una luz y un olor tan característicos, que en cuanto lo sacas de su "hogar", dejan atrás la magia. Entiendo bién lo que quieres decir, porque eso mismo me ha pasado a mí con bastantes cosas.

Saludos!

(!) hombre perplejo dijo...

Yo tambien tuve un tío abuelo cuyo unico (y preciado legado) para nosotros fue su biblioteca. Y entre sus libros, la colección completa del TBO. ¡Años de maravillosas lecturas y descubrimientos de los grandes del cómic!

G. K. Dexter dijo...

Blas.

El sótano de la casa de mis padres no tenía ni punto de comparación al desván descrito. Y tampoco los amplios recursos para el "atrezzo" pirata (sombrero de paja convertido en cuasitricornio merced a unas puntadas de hilo de bramante y bastón con empuñadura metálica...). Vamos, que ni Guillermo y los proscritos...

Un saludo cinéfilo.

G. K. Dexter dijo...

(!)Hombre Perplejo.

Yo el TBO lo descubrí en la peluquería a la que acudía de niño. Primero mientras esperaba, luego, ya más confiado, aprovechaba para leerlo mientras el peluquero se dedicaba a su labor. Bueno, la verdad es que el hombre poseía bastante paciencia, para esquivar las páginas cada vez que tenía que recortar el pelo sobre la frente.

Un saludo cinéfilo.