La anterior frase no es mía aunque a qué negar que la suscribo en su totalidad. La pronunció hace ya varias décadas Darryl F. Zanuck, el fundador de la Twentieth Century Fox. El hombre al que cierto día, un hastiado Fritz Lang le soltó a la cara, mientras abandonaba el estudio tras su accidentada etapa americana, confinado en la producción de películas de serie B, antes de su regreso a Europa, su agradecimiento por dejarle participar en la Nineteenth Century Fox.
Anécdotas citadas de memoria aparte (si alguien sabe la frase exacta le agradecería que me la hiciera llegar) el objeto, o más bien la persona, que logró arrancar semejante gesto admirativo no era otra que la bellísima Gene Tierney.
Su historia es similar a la de otras muchas actrices del Hollywood clásico. Tras una carrera como modelo publicitario acabaría por ser contratada por la Fox, productora para la que rodaría una serie de películas en las que su exótica belleza dejaron una marca indeleble en la retina de los espectadores.
El que esto escribe no puede negar la fascinación profunda que sintió al verla evolucionar por aquella mítica producción de Otto Preminger, "Laura", en aquel lejano día de principios de los noventa en el que TVE le dedicó un ciclo.
Hace ya unos cuantos años, durante un fin de semana que pasé en Bilbao junto a unos amigos, acabamos por poner el broche a nuestra estancia visitando el mercadillo dominical. Entre los múltiples puestos yo acabé "perdiéndome", según mi inveterada costumbre, y mientras deambulaba ensimismado entre los puestos donde se exponían cómics y sellos acabé por encontrarme con un pequeño tenderete en el que se vendían fotografías y afiches de películas. Alli fue donde adquirí una fotografía en blanco y negro de Gene, joven y radiante, que aún conservo en mi colección particular.
Tiempo después descubrí la maravillosa página de un enamorado del séptimo arte, Juan S. D. Toro, El Paraíso del Cinéfilo. Mientras navegaba por las fichas de los actores y actrices eché en falta a esta mujer y así se lo hice saber mediante un correo electrónico. Un mensaje en el que por supuesto le felicitaba por su desinteresada labor. En su amable respuesta me participó su admiración por la belleza incuestionable de Gene mas también me confesó que aún no le había tocado lo suficiente la fibra sensible, de momento.
El cuadro de la película "Laura" ("Laura", Otto Preminger, 1944),
en realidad una fotografía tratada.
“Pero soy real. Estoy aquí porque usted quiere creerlo así. Siga creyendo en mí, y seguiré siendo una realidad”.
El fantasma del capitán Gregg (Rex Harrison) a Lucy Muir (Gene Tierney). “El fantasma y la señora Muir” (“The ghost and Mrs. Muir”, Joseph Leo Mankiewicz, 1947).
El que haya que hacerlo no trae consigo consuelo alguno. O al menos eso me parece mientras me arrellano en la silla. Resulta curioso cómo las salas de espera se asemejan las unas a las otras. Los mismos sillones ajados, situados alrededor de la mezcla de vidrio y metal de una mesa. Los mismos marcos conteniendo ubicuas litografías. Quizás una sosegante pecera. El perchero que indefectiblemente nadie utiliza. Y las ineludibles revistas: una colección de esos ejemplares que ningún hombre lee, o al menos ninguno confiesa en público tan reprobable inclinación. Publicaciones que sólo se hojearían en la intimidad del hogar o, como en este caso, en una sala de espera convenientemente vacía.
Mas han de disculpar esta involuntaria digresión, cualquier pensamiento me distrae del motivo que me ha conducido hasta aquí. El mío pasa por la forma de una palpitante molestia en la boca, casi torturante, posiblemente exasperante, seguro que acongojante. Quizá una muela cariada ansiosa por mostrar de esta forma su disposición a trocar su pacífica existencia de trituradora silenciosa por una fama que su pequeñez no justifica en absoluto. Creo no pecar de presunción si me atrevo a invocar su solidaria compasión, como pasados o futuros afectados por un anhelo de reconocimiento molar del todo punto irrazonable. No por lo de ese tipo de revistas a las que todos nosotros negamos prestar atención, sino por mi forzosa visita al experto odontólogo.
Cada vez me resulta más difícil acudir; porque si se tratara de un profesional mal encarado, con su genio propio de un nostálgico de antiguos regímenes, y con modales de sargento chusquero, poseería excusas suficientes para no acudir; mas me ha tocado en suerte un hombre encantador de mediana edad, con modales exquisitos y de conversación tan amena que casi no te enteras del exacto momento en que finaliza su labor. Pero es un dentista, y, todo hay que decirlo, dichos rasgos no harían cambiar la sensación aprensiva que nos invadiría si nos encontráramos ante un enterrador; aunque en su caso sus clientes no se percaten de nada, los pobrecillos. Pero como ya he dicho hay que hacerlo, aunque tal obligación no atenúe mi aprensión.
En cuanto a las publicaciones, ya que están ahí dispuestas, no hará ningún mal el coger una. Al fin y al cabo he llegado con bastante antelación a mi cita concertada; hecho que claramente se ha reflejado en el rostro de la solícita enfermera, justo por debajo de la profesional sonrisa, fruto arduamente madurado tras años de práctica. Si ella supiera que mi pronta venida sólo la causa el íntimo temor que siento a acabar decidiendo no acudir, seguro que la disimulada sorpresa no sería menos genuina, aunque sin dejar de señalarme la sala de espera con gentil gesto mecánico.
Así que a mirar la letra impresa, distrayendo la atención que vaga por la estancia en busca de los gritos del actual paciente, perversión como cualquier otra que de ningún modo me avergüenza. Como pronto observo con desaliento sin resultado alguno, el aislamiento acústico es perfecto. Más vale internarse en las estampas y textos; a veces a mi imaginación no se la refrena ni con un apretado bocado, consecuencia de mis tempranas lecturas de Poe y otros clásicos.
Paso hoja tras hoja de lo que constituye un cúmulo de consejos culinarios, moda, cartas a la redacción, la siempre presente astrología en la que nadie cree, incluso los que la siguen con deleite que roza la compulsión; recetas de belleza infalibles y regímenes para adelgazar, comentarios acerca de famosos televisivos y similar parafernalia surtida. En fin, todo aquello que una mujer de nuestro tiempo precisa para desenvolverse en la vida, desarrollándose adecuadamente, y por tan sólo veinte duros. Me pregunto qué sesudos genios del marketing habrán llegado a semejante conclusión, y por qué oscuros vericuetos, ajenos al resto de mortales, habrá transitado su inspiración.
En el desparramado montón que cubre la mesa, entre un colmado cenicero y un florero con plásticos vegetales, aún quedan otros números de la misma publicación. Mi ordenada forma de ser me impele a hacerlos de lado momentáneamente; como un meticuloso buscador husmeo en busca de tesoros ignotos. Parece que mi interés recibirá justa recompensa, positiva correlación de por sí bastante rara. Tal vez deba la casualidad a que la anécdota narrada se haya impregnada de un cierto barniz realista (trataría de ser real en lugar de serlo per se). Aunque no puedo afirmar que el cambio sea notable, no más que otra cabecera con similar contenido, circunstancia que no me impide abrirla. Y ahí, en la tercera página, junto a un índice con vocación de cicerone, en fuerte negrita de destacable tamaño, una frase: “la vida es simplemente un mal cuarto de hora formado por momentos exquisitos” (Oscar Wilde). Por un momento pienso en la demoledora frase con cierta pizca de personal ironía; se diría que Wilde hubiera ido a menudo al dentista.
Con rictus sarcástico recibo a una sorprendida paciente; demasiado tarde para borrarlo de la cara (ya eliminado el pensamiento acerca de mi admirado Oscar) y excesivamente abochornado para contestar a su apenas musitado buenos días. En tales circunstancias acostumbro a parapetarme tras la lectura, concretamente tras las hojas, son más densas, con reconcentrado aspecto intimidador. Por suerte la recién llegada comprende perfectamente el lenguaje social imperante y hace otro tanto. Nada de conversación.
Transcurren los minutos y las páginas de olorosa tinta minuciosamente recortadas. Invisibles manos precedentes han saqueado recetas y artículos enteros, patrones de moda y consejos de jardinería, en un afán depredador sin explicación racional alguna; incluso algún descontrolado fetichista se ha apoderado de algunos anuncios de colonia. Y continúo moviendo la vista, arrastrándola por las impresas líneas con el secreto afán de que así el tiempo se ralentice, adquiera mayor lentitud: un humano anhelo sin consecución factible salvo en una única y paradójicamente indeseada ocasión.
Entonces precisamente lo capto, como un hecho rimado con la coletilla de la reflexión precedente. Me levanto levemente del sillón para releer lo que mi mente niega en un principio. Sin embargo lo inevitable acaba sucediendo tarde o temprano, aunque con infantil confianza miremos en otra dirección. Como constatación el titular no ha desaparecido cuando vuelvo a posar sobre él mis pupilas, un pequeño titular con un corto artículo adjunto, en el ángulo inferior de la página; sacrilegio en otro tiempo, simple práctica ahora:
Mas han de disculpar esta involuntaria digresión, cualquier pensamiento me distrae del motivo que me ha conducido hasta aquí. El mío pasa por la forma de una palpitante molestia en la boca, casi torturante, posiblemente exasperante, seguro que acongojante. Quizá una muela cariada ansiosa por mostrar de esta forma su disposición a trocar su pacífica existencia de trituradora silenciosa por una fama que su pequeñez no justifica en absoluto. Creo no pecar de presunción si me atrevo a invocar su solidaria compasión, como pasados o futuros afectados por un anhelo de reconocimiento molar del todo punto irrazonable. No por lo de ese tipo de revistas a las que todos nosotros negamos prestar atención, sino por mi forzosa visita al experto odontólogo.
Cada vez me resulta más difícil acudir; porque si se tratara de un profesional mal encarado, con su genio propio de un nostálgico de antiguos regímenes, y con modales de sargento chusquero, poseería excusas suficientes para no acudir; mas me ha tocado en suerte un hombre encantador de mediana edad, con modales exquisitos y de conversación tan amena que casi no te enteras del exacto momento en que finaliza su labor. Pero es un dentista, y, todo hay que decirlo, dichos rasgos no harían cambiar la sensación aprensiva que nos invadiría si nos encontráramos ante un enterrador; aunque en su caso sus clientes no se percaten de nada, los pobrecillos. Pero como ya he dicho hay que hacerlo, aunque tal obligación no atenúe mi aprensión.
En cuanto a las publicaciones, ya que están ahí dispuestas, no hará ningún mal el coger una. Al fin y al cabo he llegado con bastante antelación a mi cita concertada; hecho que claramente se ha reflejado en el rostro de la solícita enfermera, justo por debajo de la profesional sonrisa, fruto arduamente madurado tras años de práctica. Si ella supiera que mi pronta venida sólo la causa el íntimo temor que siento a acabar decidiendo no acudir, seguro que la disimulada sorpresa no sería menos genuina, aunque sin dejar de señalarme la sala de espera con gentil gesto mecánico.
Así que a mirar la letra impresa, distrayendo la atención que vaga por la estancia en busca de los gritos del actual paciente, perversión como cualquier otra que de ningún modo me avergüenza. Como pronto observo con desaliento sin resultado alguno, el aislamiento acústico es perfecto. Más vale internarse en las estampas y textos; a veces a mi imaginación no se la refrena ni con un apretado bocado, consecuencia de mis tempranas lecturas de Poe y otros clásicos.
Paso hoja tras hoja de lo que constituye un cúmulo de consejos culinarios, moda, cartas a la redacción, la siempre presente astrología en la que nadie cree, incluso los que la siguen con deleite que roza la compulsión; recetas de belleza infalibles y regímenes para adelgazar, comentarios acerca de famosos televisivos y similar parafernalia surtida. En fin, todo aquello que una mujer de nuestro tiempo precisa para desenvolverse en la vida, desarrollándose adecuadamente, y por tan sólo veinte duros. Me pregunto qué sesudos genios del marketing habrán llegado a semejante conclusión, y por qué oscuros vericuetos, ajenos al resto de mortales, habrá transitado su inspiración.
En el desparramado montón que cubre la mesa, entre un colmado cenicero y un florero con plásticos vegetales, aún quedan otros números de la misma publicación. Mi ordenada forma de ser me impele a hacerlos de lado momentáneamente; como un meticuloso buscador husmeo en busca de tesoros ignotos. Parece que mi interés recibirá justa recompensa, positiva correlación de por sí bastante rara. Tal vez deba la casualidad a que la anécdota narrada se haya impregnada de un cierto barniz realista (trataría de ser real en lugar de serlo per se). Aunque no puedo afirmar que el cambio sea notable, no más que otra cabecera con similar contenido, circunstancia que no me impide abrirla. Y ahí, en la tercera página, junto a un índice con vocación de cicerone, en fuerte negrita de destacable tamaño, una frase: “la vida es simplemente un mal cuarto de hora formado por momentos exquisitos” (Oscar Wilde). Por un momento pienso en la demoledora frase con cierta pizca de personal ironía; se diría que Wilde hubiera ido a menudo al dentista.
Con rictus sarcástico recibo a una sorprendida paciente; demasiado tarde para borrarlo de la cara (ya eliminado el pensamiento acerca de mi admirado Oscar) y excesivamente abochornado para contestar a su apenas musitado buenos días. En tales circunstancias acostumbro a parapetarme tras la lectura, concretamente tras las hojas, son más densas, con reconcentrado aspecto intimidador. Por suerte la recién llegada comprende perfectamente el lenguaje social imperante y hace otro tanto. Nada de conversación.
Transcurren los minutos y las páginas de olorosa tinta minuciosamente recortadas. Invisibles manos precedentes han saqueado recetas y artículos enteros, patrones de moda y consejos de jardinería, en un afán depredador sin explicación racional alguna; incluso algún descontrolado fetichista se ha apoderado de algunos anuncios de colonia. Y continúo moviendo la vista, arrastrándola por las impresas líneas con el secreto afán de que así el tiempo se ralentice, adquiera mayor lentitud: un humano anhelo sin consecución factible salvo en una única y paradójicamente indeseada ocasión.
Entonces precisamente lo capto, como un hecho rimado con la coletilla de la reflexión precedente. Me levanto levemente del sillón para releer lo que mi mente niega en un principio. Sin embargo lo inevitable acaba sucediendo tarde o temprano, aunque con infantil confianza miremos en otra dirección. Como constatación el titular no ha desaparecido cuando vuelvo a posar sobre él mis pupilas, un pequeño titular con un corto artículo adjunto, en el ángulo inferior de la página; sacrilegio en otro tiempo, simple práctica ahora:
Ha muerto Gene Tierney
El pasado jueves 7 falleció en Houston la actriz del Hollywood dorado, a la edad de setenta años...
El pasado jueves 7 falleció en Houston la actriz del Hollywood dorado, a la edad de setenta años...
Imposible seguir leyendo, sería como abrir una carta no dirigida a nosotros; se ha producido lo que no por esperado resulta más comprensible. Ella ha muerto.
Durante la juventud y primera madurez había mantenido un idilio con aquella mujer, aunque nunca tuvo noticias de mi pasión. Una platónica relación unilateral fundada en una triste sala de barrio, fortalecida con los pases de sus películas por televisión.
Cómo no enamorarse de la mujer que había sobresaltado enloquecedoramente a Clifton Webb y roto la firme careta de duro portada por el glacial Dana Andrews en “Laura”; la que permanecería en el pensamiento de Don Ameche mientras le refería su vida al Demonio en “El diablo dijo no”; la que cautivaba a Tyrone Power y a Vincent Price en “El filo de la navaja”;... Para qué seguir enumerando películas: “El fantasma y la señora Muir”, “El castillo de Dragonwyck”, “Que el cielo la juzgue”,...
A ella en lugar de a Marilyn Monroe debería haber dirigido su frase Louis Calhern en “La jungla de asfalto”: “qué mujer maravillosa”. Aunque el hecho de que no hubiera participado en esa en concreto no le disculpa plenamente.
Siento que en mi alma de cinéfilo algo se ha roto; una sensación que desde luego no puedo compartir con mi vecina de sala. Lo que bulle en mi interior es demasiado serio para no lamentarlo en solitario.
Se ha muerto.
Recuerdo la primera vez que la vi, bien entrada la película, no a causa de mi retraso, crimen imperdonable, sino porque durante parte de la misma su presencia elíptica se basaba en un cuadro (una imagen de una imagen). Cómo comprendí el afecto que le cobraba Waldo, a duras penas oculto tras su narración de los hechos. Y qué calambrazo sacudió la sala cuando hizo su aparición: sobre unos marcados pómulos aquellos ojos verdes cuyo color el blanco y negro del celuloide apenas lograba enmascarar; una cautivadora sonrisa coronando unos distinguidos movimientos, y una voz que a pesar de su falsedad me hacía soñar con ella. ¡Ah!, los deseos y amoríos de la juventud no necesariamente se dirigen a seres de probada realidad, lo que los hace asemejarse a los sueños, cuya textura, al fin y al cabo, comparten.
Con los años madura el sentimiento, naciendo el aprecio; aunque no mutuo pues la relación adolece de los inconvenientes de todas las de su naturaleza. Vas olvidando las palpitaciones que te envolvían, el sumirse embelesado en la butaca, sin oír los ruidos de las parejas cercanas. Creces y te enamoras de mujeres de carne y hueso; las cenizas de la pasada relación ocultas en un secreto relicario. Naturalmente mantienes el contacto, educado y formal; demasiado mayor para idealizaciones. Pero basta un hecho tan irresistible como el presente para retrotraerte a otro mundo, uno que creías superado, y perdido. Gene ha fallecido.
Siento que en mi alma de cinéfilo algo se ha roto; una sensación que desde luego no puedo compartir con mi vecina de sala. Lo que bulle en mi interior es demasiado serio para no lamentarlo en solitario.
Se ha muerto.
Recuerdo la primera vez que la vi, bien entrada la película, no a causa de mi retraso, crimen imperdonable, sino porque durante parte de la misma su presencia elíptica se basaba en un cuadro (una imagen de una imagen). Cómo comprendí el afecto que le cobraba Waldo, a duras penas oculto tras su narración de los hechos. Y qué calambrazo sacudió la sala cuando hizo su aparición: sobre unos marcados pómulos aquellos ojos verdes cuyo color el blanco y negro del celuloide apenas lograba enmascarar; una cautivadora sonrisa coronando unos distinguidos movimientos, y una voz que a pesar de su falsedad me hacía soñar con ella. ¡Ah!, los deseos y amoríos de la juventud no necesariamente se dirigen a seres de probada realidad, lo que los hace asemejarse a los sueños, cuya textura, al fin y al cabo, comparten.
Con los años madura el sentimiento, naciendo el aprecio; aunque no mutuo pues la relación adolece de los inconvenientes de todas las de su naturaleza. Vas olvidando las palpitaciones que te envolvían, el sumirse embelesado en la butaca, sin oír los ruidos de las parejas cercanas. Creces y te enamoras de mujeres de carne y hueso; las cenizas de la pasada relación ocultas en un secreto relicario. Naturalmente mantienes el contacto, educado y formal; demasiado mayor para idealizaciones. Pero basta un hecho tan irresistible como el presente para retrotraerte a otro mundo, uno que creías superado, y perdido. Gene ha fallecido.
Entonces me llama la enfermera, ha llegado mi turno. Tras acceder a la habitación donde aguarda el dentista me siento directamente en el sillón de operaciones, una rutina archisabida. Cogido el instrumental preciso se me acerca y me mira por un momento, fijamente.
-No ha de preocuparse, no le haré ningún daño.
Lo sé; pero cómo decirle que el daño ya me lo han causado hace muchos años; cómo explicarle que la lágrima que torpemente me brota no es más que un sentido fundido en negro.
Gene Tierney abandonó este mundo que no el del celuloide
un siete de noviembre del año mil novecientos noventa y uno.
un siete de noviembre del año mil novecientos noventa y uno.
"Desearía que se fuera... y volviera hace diez años".
Altar Keane (Marlene Dietrich) a Vern Haskell (Arthur Kennedy), “Encubridora” (“Rancho Notorius”, Fritz Lang, 1952).
5 comentarios:
Estoy completamente de acuerdo contigo. Tierney pertenece al olimpo de la belleza. Yo caí fascinado por su belleza gracias a Laura.
J. No puedo negarlo. Esa súbita aparición ante un adormilado Dana Andrews, cual si fuera una fantasmal presencia embutida en un impermeable blanco.
Fascinante.
Un saludo cinéfilo.
Confieso haberme enamorado de Laura, aun creyendo que había muerto. No soy nada mitómano, pero si alguien me preguntara alguna vez qué querría llevar a una isla desierta, respondería, sin dudarlo, que el retrato de Laura. David Raksin supo componer un tema que describe ese enamoramiento paulatino, profundo e irreversible.
Tuve la suerte de recibir ese impacto en una sala de cine, una tarde saliendo del cuartel donde hacía la mili, que se hizo más llevadera desde entonces. Aunque reconozco que Gene Tierney estaba aún más hermosa y encantadora en Anillos en sus dedos, junto a un "afortunado" Henry Fonda.
!)
Gene Tierney era bella y tu post genial.
Reconozco que no es de las mías, pero me ha dado demasiadas horas de buen cine como para comprender tu pasión.
Hombre Perplejo (!). Desconozco cómo sería el retrato original que elaboró la mujer de Rouben Mamoulian pero desde luego por buena que fuera la técnica a buen seguro que no se podría comparar al definitivo.
En cuanto a lo de la Isla Desierta yo, aparte del retrato sugeriría llevar un libro. No existe mayor placer que leer en voz alta para otro (aunque nuestro interlocutor sólo sea una imagen de un sueño de celuloide).
Y sí, la música es bellísima.
Un saludo cinéfilo.
Gracias por tus palabras, tus elogios y tu comprensión, Sergio.
A la vista de mi post queda clara mi devoción.
¡Pobre Dana Andrews! Siempre intentando mantener un continente hierático, jugando con la cajita de las bolas, aunque su oculto interior se mantuviera en ebullición permanente.
¡Y pobre Waldo...!
Un saludo cinéfilo. Continuaremos leyéndonos, café de por medio.
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