Concierto para piano número 5 en mi bemol mayor opus 73, "Emperador",
de Ludwig van Beethoven
Amir Katz, piano; Jerusalem Symphony Orchestra, dirigida por Jerucham Sherovsky
“Típica de la Filarmónica de Viena fue la respuesta de un profesor de la misma a un amigo que había preguntado qué dirigiría aquella tarde el director invitado: `No sé lo que dirige él. Nosotros tocamos la Pastoral´”.
Norman Lebrecht, "El mito del maestro"
"El desfilar con cristalinas arañas suspendidas sobre mi cabeza nunca ha constituido el paradigma de aquello que me quita el sueño. Mi carencia de fobia alguna hacia esos repelentes insectos, simpática aversión llena de satisfecha humanidad por otro lado, curiosamente no impide, no obstante, que bajo el fulgor de sus homónimos congéneres un respingo traidor me sobresalte. Ya se sabe que aquello que menos tememos es precisamente lo que con más profundidad nos afecta. Quizás por no encontrarnos advertidos por el sempiterno pálpito que de otro modo nos asaltaría a su sola presencia o gracias a su mera mención.
Por lo tanto me introduje en el amplio recibidor del teatro, cruzando entre engalanados porteros, y pasé justo por debajo de la diamantina lámpara. Fulgurante toda ella, como si muy en el fondo de su vítrea constitución albergara la consciencia suficiente como para percatarse del acto. ¡Ah!, se entremezclaban en mi modesta persona la convicción de quienes vencen sus más nimios temores, y la condición de pobre iluso personificador de cuanto objeto inmaterial cae bajo su atención. Una agitada mezcla: la de la resolución inherente a la primera y el sentimiento de inferioridad propio de la segunda.
Mas allí flotaba mi salvavidas para tanta zozobra. Mi esposa, mi amantísima cónyuge, quien prontamente me devolvió a la realidad. Un largo matrimonio; tómese el adjetivo con cierta salvedad, aquella a la que presta fundamento la percepción de la existencia que caracteriza a seres enfrentados a prolongados encierros o confinamientos, tales como náufragos y presos. Sí, nuestro largo matrimonio me había enseñado, con insistencia rayana en la barroca perversión, el significado completo de toda una serie de gestos que en nuestro cumplimentado noviazgo jamás llegué a atisbar, bien por personal miopía o por ajena astucia. La propia de mi querida mujer, se entiende. Un hecho más digno de pública aclamación si cabe en tanto que el arsenal desplegado rivalizaba en número con los métodos de la no menos santa Inquisición.
Por eso cuando aquel apretón, todo uñas, se cebó en mi indefenso antebrazo, arrugando sólo levísimamente la manga del esmoquin, con aquella eficiencia hija de la larga práctica, y es que tiempo para ello había poseído más que suficiente, no dudé ni por un segundo de cuál era mi posición y cuál la suya. Todas, ella contaba con todas en su haber.
Nos introdujimos con paso marcial, prendida agudamente de mi brazo ella, en una platea atestada de enjaezados cuellos. Era tal la profusión de brillantes reflejos que a buen seguro muchos de los asistentes precisarían acudir al oftalmólogo a la conclusión del concierto, bien a causa de la envidia o por ceguera a sólo ellos debida. Y pensar que en muchos casos aquellas múltiples vueltas de perlas, por supuesto legítimas, sólo parecerían obrar como precisos sostenes para unos cuellos hipertrofiados a base de la superposición continua y sin fin aparente de una suma de rollos y rollos de acumulaciones adiposas que pugnarían de otra forma por inclinar burlescamente las cabezas en antiestéticas poses nada elegantes. Tras diagnóstico propio de mi condición de cirujano especializado, mera deformación profesional, asumí mi deber de marido y acompañé a mi querida mujer a las butacas reservadas. En poco tiempo se iniciaría el concierto y mi melomanía me empujaba a paladear el programa con tranquilidad y parsimonia, encontrándose fuera de lugar las agudas ironías.
Y qué fastuoso programa. En unos minutos, escasos en conjunto e interminables uno a uno, Gennadi Zinoviev deleitaría a la concurrencia con su pianística interpretación del concierto para piano número cinco de Beethoven, “El Emperador”; y después, después Grieg y su concierto para igual instrumento.
Ya ansiaba oír el deslizar de las teclas en una especie de levitar que el maestro dominaba a la perfección. ¡Ah, el adagio vivificante! Menos mal que mientras sonara la melodía mis ojos permanecerían cerrados, transportado a otro mundo.
Se iniciaron las primeras notas y salvo una leve tosecilla, algo intensa, ciertamente molesta, tal vez un principio de bronquitis, a la distancia a la que me encontraba no podría jurarlo con precisión, nada alteraba la audición. Al menos mi pareja se mantenía agradablemente silenciosa.
Qué forma de fluir las notas. Emanaban del instrumento, claras e impolutas, en la compañía casi no sentida de los acordes orquestales, percibidos en los momentos adecuados. Pasaron los pasajes en que el tremolar de las albinegras teclas se asemejaba a un goteo de las notas más líquidamente bajas, un fluido inaprensible y material al mismo tiempo; atrás quedaron los violines como contrapunto; los instrumentos de viento hicieron compañía al piano, y todos ellos compusieron un ambiente único e irrepetible.
Tan relajado me sentía que estiré los dedos a lo largo de los posabrazos del asiento, recostado en mi personal obscuridad voluntaria. Lejos de mí, como en el caso de los decimonónicos catedráticos, no el discurrir sino mi buena mujer, los espectadores que se removían en las butacas adyacentes, mis pacientes con sus quejas,...; en una palabra, la totalidad de mis preocupaciones. Lejos, muy lejos...
Dio inicio el segundo movimiento. Naciente adagio llevado en volandas por los violines, desbrozando el camino con sus tareas preparatorias para el próximo piano, cuyo irrumpir, lejos de ser brusco, agradeció el esfuerzo de las cuerdas, amoldándose a tales predecesores con un campanilleo acuático, una vez detenido el motivo central, y reanudado con repetición de nuevo a modo de sacra presentación.
Mientras, yo permanecía con los dedos yaciendo en el sillón, justo hasta que comenzaron a moverse al son marcado por la melodía. Arrastrados en volandas por los enérgicos acordes, se deslizaban ante mí a semejanza de unos miembros dotados de voluntad intrínseca, ajenos por completo a los mandatos de mi cautivado cerebro. ¡Cómo gustaba de esos momentos, casi, casi los envidiaba en el fondo! Seguían desplazándose gráciles y sutiles, como si parecieran hacerlo por una superficie poco firme, carente de resistencia opositora, una superficie que a todas luces no se sustanciaba en el aire existente a mi frente. Temeroso de encontrarme importunando innecesariamente a mi vecino de butaca, llevado por la embriaguez musical, alcé los párpados sobresaltado.
Justo cuando yo atacaba la mitad del tercer movimiento. Porque delante de mí se abrían las fauces marfileñas de un relucientemente negro Bösendorfer, piano por cuyo teclado se deslizaban mis manos con precisión nunca soñada por mi fallecida tiempo ha profesora de música. Levanté los ojos y observé cómo me sonreía, no menos que el instrumento, el satisfecho director de orquesta, enfundado como yo en un elegante frac, quien batuta en mano orientaba a los músicos en su interpretación. Para él, dirigirme a mí, al maestro Zinoviev, constituía el mayor honor; para ellos, el acompañarme no carecía de menos valor.
Llevado por una confianza nunca antes entrevista siquiera, dirigí la mirada de forma discreta, llena de disimulo, hacia el colmado patio de butacas; lo justo para alcanzar a contemplar la cara de honda sorpresa de un médico al que acompañaba, era evidente que de forma desagradablemente indeseada, su encantadora esposa. Si no sonreí con mi característica ironía fue porque en un virtuoso de mi categoría no estaría bien vista semejante pose, y porque además debía empezar a pensar en mi próximo concierto: en Berlín, creo".
"Intercambios".
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