Uno de los recuerdos que me ha legado mi infancia se haya relacionado muy de cerca con el cine. Mediante este comienzo espero que no les esté haciendo creer que mi condición de friki cinéfilo (ambas palabras empleadas en sus justos términos, mitad por mitad) procede de mis primeras edades. La verdad es que por aquellos días me limitaba simplemente a disfrutar visionando las historias que directores y actores me contaban, sin necesidad de buscar nada más.
Quizás bastará que les cuente un simple hecho para que puedan formarse una opinión acerca de cuáles eran los conocimientos que yo poseía por aquella época acerca del séptimo arte: los dos nombres de actores de Hollywood que recuerdo haber aprendido en primer lugar fueron los de John Wayne y Robert Mitchum, precisamente gracias a que mi madre me los enseñó; de hecho eran los dos únicos nombres que la buena mujer conocía.
Mas me doy cuenta de que me estoy desviando un tanto del hilo argumental que me había propuesto seguir, así que ahora mismo retomo la rama del árbol por la que había empezado a encaramarme. El árbol es tan frondoso que las más de las ocasiones siento deseos de seguir cualquier otra de las múltiples ramas que se bifurcan ante mí, sin solución de continuidad, a partir del tronco principal. Sin embargo el dejarme llevar por mis inclinaciones personales no ayudará demasiado a mi empeño de narrarles uno de mis recuerdos infantiles, de acuerdo a la que pasa por ser mi intención primera.
Imagínense la escena dentro de su mente: un salón, más bien una salita, su decoración muy acorde al gusto tardo setentero, y una televisión en blanco y negro situada en una esquina. Dispuesto ante a él, arrimado a la pared opuesta, un sofá de tres plazas, fabricado en un material que imitaba al skay de una forma tan conseguida que quizás hasta lo fuera realmente. En ellas nos sentábamos mis padres y yo para contemplar la programación televisiva que los programadores hubieran tenido a bien escoger.
Quizás bastará que les cuente un simple hecho para que puedan formarse una opinión acerca de cuáles eran los conocimientos que yo poseía por aquella época acerca del séptimo arte: los dos nombres de actores de Hollywood que recuerdo haber aprendido en primer lugar fueron los de John Wayne y Robert Mitchum, precisamente gracias a que mi madre me los enseñó; de hecho eran los dos únicos nombres que la buena mujer conocía.
Mas me doy cuenta de que me estoy desviando un tanto del hilo argumental que me había propuesto seguir, así que ahora mismo retomo la rama del árbol por la que había empezado a encaramarme. El árbol es tan frondoso que las más de las ocasiones siento deseos de seguir cualquier otra de las múltiples ramas que se bifurcan ante mí, sin solución de continuidad, a partir del tronco principal. Sin embargo el dejarme llevar por mis inclinaciones personales no ayudará demasiado a mi empeño de narrarles uno de mis recuerdos infantiles, de acuerdo a la que pasa por ser mi intención primera.
Imagínense la escena dentro de su mente: un salón, más bien una salita, su decoración muy acorde al gusto tardo setentero, y una televisión en blanco y negro situada en una esquina. Dispuesto ante a él, arrimado a la pared opuesta, un sofá de tres plazas, fabricado en un material que imitaba al skay de una forma tan conseguida que quizás hasta lo fuera realmente. En ellas nos sentábamos mis padres y yo para contemplar la programación televisiva que los programadores hubieran tenido a bien escoger.
Les hablo acerca de una época en la que si mal no recuerdo el jefe máximo de TVE era José María Calviño, en la que José Luis Balbín todavía se ocupaba de amenizarnos, pipa humeante en ristre (tiempos en los que el tabaco y más el de pipa poseía aún una aureola especial, sin los actuales estigmas que le acompañan), a través de su programa de debates que llevaba por título La Clave.
Mi madre y yo, cuando contemplábamos el arranque de las películas, ese momento en el que en la pantalla campeaba la imagen de la productora (bien fuera la Warner, la MGM, la Columbia u otra cualquiera), nos preparábamos para disfrutar con el espectáculo que se avecinaba. Pues bien, habrán de saber que ambos habíamos desarrollado la hipótesis de que esas imágenes iniciales no eran otra cosa más que una mera fórmula para calificar a los largometrajes, de fijarlos dentro de una categoría concreta según cual fuera la calidad que revistieran. Así, por lo general, a los dos nos solían encantar aquellos que comenzaban con la estampa de un león rugiente y, sin embargo, por el contrario, ya nos arrancaban menos entusiasmo aquellos otras en las que aparecía una mujer portando una antorcha encendida.
A ese recuerdo se le une otro, éste ya extendido hasta el tiempo actual: mi afición a degustar los títulos de crédito. Durante mucho tiempo hubo una serie de ellos que, por alguna extraña razón, ya fuera por su creatividad o por su diseño evocador siempre me llamaron especialmente la atención. Habrían de pasar muchos años antes de que descubriera que todos ellos tenían en común el que su artífice era la misma persona: Saul Bass.
Así son estas cosas de los recuerdos…
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