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martes, 15 de abril de 2008

AL SON DE LAS IMÁGENES


“Detesto ver a un hombre solo en el desierto muriéndose de sed, con la Orquesta de Filadelfia detrás de él”. John Ford.



En un libro sobre el director de cine Billy Wilder, la personificación terrenal de Dios para Trueba, el cáustico cineasta le participó al autor una anécdota según la cual en cierta ocasión le habían confundido con William Wyler. Semejante error se explicaba por la coincidencia existente entre los nombres de ambos, añadiéndose a ello el que los apellidos respectivos resultaban hasta cierto punto similares. Sin embargo, aparte del hecho de que ambos desempeñaran el mismo oficio no existe ningún otro rasgo que explique la confusión.
Durante sus respectivas carreras ambos cultivaron estilos por completo opuestos. Mientras en el caso del primero las comedias serían las que le procuraron su prestigio (no habrá de negarse que algunas se hallaban impregnadas de ciertos toques críticos y muy agridulces), en el del segundo su fuerte los constituyeron los melodramas. A este respecto bastaría con recordar títulos tales como "Jezabel" (1938), "La Loba" (1941) o "La Heredera" (1949).

Ya he llegado a mi destino; detengámonos en la primera citada.
Nos encontramos con un drama ambientado en el profundo Sur, en Nueva Orleans para ser más concretos, por cuyas escenas desfilan caballeros del sur (sin el retintín otorgado a estas palabras por parte de Rhett Butler) y damas encorsetadas, inmersos todos ellos en el ambiente propio de esa época.
En un ambiente como el expuesto los personajes principales desarrollan una historia de amor doloroso y enfermizo (al menos le cabe esa calificación a los sentimientos mostrados por la mujer). Una relación mantenida entre Julie (una espléndida Bette Davis) y el siempre correcto Preston Dillard (al que da vida Henry Fonda).




La banda sonora, un torpe eufemismo éste, fue compuesta por Max Steiner, el mismo compositor que elaboraría otros temas que han alcanzado por sí mismos la categoría propia de los inolvidables, en el imaginario de los cinéfilos. Basta recordar "Lo que el viento se llevó".
Mas el oído atento no tardará en descubrir incursiones en el repertorio clásico propiamente dicho, salpicadas por aquí y por allá. Por ejemplo, tras el baile gélido, bañados por una atmósfera fabulosamente transmitida por las imágenes en blanco y negro, un amplio círculo de vestidos blancos entretejidos con levitas negras circunda a dos bailarines, uno de ellos, la propia Bette, portando un vestido rotundamente carmesí, a los sones de un vals musicado por Steiner. Al término de la escena son otras notas muy diferentes las que suenan; el noviazgo entre Julie y Pres ha concluido, aunque ninguno de ellos lo declare abiertamente. No resulta preciso. Como fondo, de primeras en un tono muy bajito, para alcanzar poco a poco un mayor volumen, se desliza una melodía harto conocida para los melómanos: la obertura de Los Maestros Cantores de Nüremberg, de Richard Wagner.
Mas aún nos espera otro hallazgo, algo habitual en las películas de esa época, caracterizadas por poseer unas bandas sonoras en las que se incluían con profusión temas de la llamada música clásica. Por ejemplo, al término de una fiesta, comprobada fehacientemente por Julie la imposibilidad de recuperar el amor de Pres, una de las invitadas interpreta una pieza al piano, concretamente un nocturno de Chopin (el nocturno opus 9, número 2).


Pasemos ahora a otro título, "Corrientes Ocultas", ésta de los años cincuenta.
El protagonista, Robert Mitchum, ejecuta al piano una versión del tercer movimiento de la tercera sinfonía de Brahms. La importancia de esta melodía resulta ser tal que desde un primer momento se identifica la pieza con su personaje, como no tardará en comprobar Ingrid Bergman, a la sazón casada en la ficción con el hermano cinematográfico de Mitchum, Robert Taylor.


Un nuevo cambio.
Un padre siempre ausente, recordado por una niña en el ámbito de una idealización infantil no exenta de cierta ternura. Un hombretón dotado de unas habilidades poco corrientes para un médico, entre las que cabe citar las propias de un certero zahorí, sin desdeñar el hecho de haber adivinado incluso el sexo de su hija antes del alumbramiento.
Un baile a los sones de un pasodoble. La pareja no podría ser más estrafalaria: un corpulento Omero Antonutti, con su característica barba poblada, señorial el porte, el padre, y una menuda y fascinada Sonsoles Aranguren, la hija.
Y el pasodoble, por supuesto.
Siempre me ha encantado sobremanera esa escena de "El Sur" (Víctor Erice, 1983), así que comprenderán la intensidad de la que fue mi sorpresa cuando me enteré de que en la película "Urga, el territorio del amor" (Nikita Mikhalkov, 1991), figura esa misma pieza, interpretada esta vez por un nómada mogol. En plena estepa de Mongolia el equipo de rodaje se encontró con un natural del país, el ocupante de una móvil yurta, quien interpretaba mediante un raído acordeón un pasodoble, el mismo pasodoble. Desde luego ellos no se lo habían enseñado.
Misterios de la música.

Para acabar, y cerrar un círculo, quiero hacerlo incluyendo unas palabras de Claude Chabrol, el director de cine francés. “Su función [la de la música en el cine] consiste en recordar al espectador que lo que ve sólo es una parte de la realidad que se le presenta”.

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