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sábado, 12 de abril de 2008

UNA MALDICIÓN QUE SÍ ERA DE ESTE MUNDO

A menudo los críticos se aburren hasta tal punto que no encuentran mejor forma de combatir el tedio vital que organizar clasificaciones de películas. Por obra y gracia de la combinación de sus sagaces mentes y sus personales gustos hemos visto alumbrar una multiplicidad de listas, a cual más subjetiva. Una de las clases más comunes es aquella en las que reúnen los que consideran los títulos más emblemáticos, aquellos que todo cinéfilo que se precie como tal no sólo ha de haber visionado sino que incluso han de figurar en su personal colección (bien en vídeo o en DVD).
Entre sus modalidades nos encontramos con las mejores películas de todos los tiempos -lista que como las modas varía de año en año-, los cien títulos imprescindibles del cine americano -según la opinión del crítico de turno, por supuesto estadounidense- y, ésta quizás menos común, aunque a buen seguro que alguien se habrá tomado la molestia de reunirlos, los quince títulos perfectamente prescindibles del cine suizo; tomado esto último sin rastro de ironía por mi parte, pues cualquier suizo puede sentirse orgulloso por el que pasa por ser el mayor logro tras quinientos años de democracia: el reloj de cuco, Orson Welles dixit.
Entre las dificultades inherentes a la preparación de esas listas detalladas, su buen trabajo les supone el pergueñar tales clasificaciones, encontraron algo de tiempo, y es que el aburrimiento es padre con familia numerosa, para establecer no sin discusiones de por medio cuál es la película a la que cabe el dudoso honor de ser considerada como la peor película de la historia. Por variados motivos, no poco injustificados, la mayor parte de las ocasiones semejante consideración le ha sido concedida a Edward Wood Jr. (el hombre que jamás daba la orden de “corten”, por terrible que resultara el desaguisado que se estuviera montando ante la cámara) y a su largometraje Plan Nine from the Outer Space (1956). Hace unos años Tim Burton trató por medio de su película Ed Wood que este director fuera comprendido en toda su complejidad, aunque aún existen muchos que no entienden muy bien el mundo personal del propio Burton.



Aunque debamos reconocer que fue por completo incapaz de producir algo medianamente correcto, según los parámetros con que se miden las creaciones cinematográficas, nadie puede negar que se hallaba dotado de una gran pasión, un sentimiento que precisamente le empujaba a no detener la cámara en ningún momento aun cuando todo el decorado se estuviera derrumbando literalmente ante sus ojos. Hoy en día sería un director al que maldecirían los encargados de montar los extras de los DVDs, repletos de descartes y tomas falsas.
Si hubiera trabajado en la época actual quizás hubiera gozado de un mayor éxito, puesto que como todo espectador habrá comprobado a poco que se acerque a una sala de cine a visionar algunos de los estrenos más espectaculares la premisa que se ha aposentado en Hollywood parece ser la de destruir los decorados en un alarde de pirotecnia más propia de un documental sobre las Fallas de Valencia. A este respecto basta con recordar La Liga de los Hombres Extraordinarios, la desafortunada adaptación del cómic de Allan Moore.

Pero tal título no es el único que bajo la opinión de los críticos es digno de poseer ese rango. Según otros muchos lo comparte ex – aequo con El conquistador de Mongolia (The conqueror, Dick Powell,1956). Bajo un nombre tan sonoro se escondía el intento de recrear la vida del joven Gengis Khan según los designios del magnate metido a productor Howard Hughes, el dueño entre otras muchas cosas de la productora R.K.O., en lo que no dejaba de ser el poco asiático aunque también ciertamente caluroso desierto de Utah.


La crítica no ahorró críticas, valga la redundancia, y para muestra baste este texto entresacado de un ejemplar de la revista Time de esa época: “El conquistador de Mongolia, película basada en la vida del joven Gengis Khan, da la impresión que Mongolia no es sino una región del oeste americano; no en vano el papel del más formidable genio militar de Asia es encarnado por el cowboy más famoso de Hollywood: John Wayne”.


En esta película participó efectivamente Marion Michael Morrison, más conocido entre el nutrido grupo de los que gustan del cine como John Wayne, en la que para muchos, y baste con recordar la opinión de Terenci Moix en su libro Mis inmortales del cine, constituye una de las peores interpretaciones de su carrera (a excepción de su panfletaria Boinas Verdes), al tiempo que una pésima elección de papel a la que se uniría la consideración de tratarse de una elección mortal de necesidad.
Y es que al parecer en la zona de rodaje se habían llevado a cabo años atrás experimentos de carácter nuclear, circunstancia de la que en ningún momento fue advertido el equipo técnico y artístico. Con el paso del tiempo serían varios los miembros del rodaje que acabarían enfermando mortalmente de cáncer, entre ellos el propio Duque, quien irónicamente había celebrado su cumpleaños en el fatídico set.
A eso sí que pude denominarse rodar hasta las últimas consecuencias.

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