A mí me basta para corroborar mi opinión el contemplar la trepidante persecución incluida en la película Bullit (Peter Yates, 1968); una carrera en la que se miden, costado con costado, dos máquinas demoledoras: el Ford Mustang GT-390 de 1968, con un motor el suyo que rinde una potencia de 325 CV sin falta de despeinarse, pilotado por Steve McQueen, y el Dodge Charger R/T de 1968, cuyo motor alcanza una cota de potencia de 375 CV. En este último es precisamente donde viajan los dos asesinos a sueldo que persiguen al detective interpretado por McQueen.
Unas escenas que cuando uno las contempla por primera vez sólo le cabe una opción: arrellanarse en el butacón y sentir cómo la adrenalina fluye al ritmo marcado por el propio corazón. Impactantes sería el adjetivo que mejor las calificaria. Porque lo que se nos muestra es una persecución durante cuyo transcurso los vehículos llegaron a frisar en los momentos más álgidos los 175 kilómetros por hora. Algo sorprendente, tratándose en su mayor parte de un trazado urbano que discurre por las empinadas calles de San Francisco, constituyendo una prueba de la gran maestría poseída por los especialistas que se encontraban al volante de ambas bestias ronroneantes.
A este respecto debo aclarar que aunque la leyenda narra que el propio McQueen se ocupó de rodar personalmente la totalidad de la escena lo cierto es que en algunas tomas le dobló el experto motorista y especialista Bud Ekins. Este Ekins era un viejo conocido del actor puesto que ya se había ocupado de hacer otro tanto durante el rodaje de su huída a lomos de una moto de la Wehrmacht, a través de las líneas alemanas, en la memorable película La Gran Evasión (The Great Escape, John Sturges, 1962). Aunque desde luego semejante circunstancia no resta mérito alguno al actor.
En una época como la actual en la que se prima por encima del buen hacer el sensacionalismo informático, en la que los cautivadores cantos de sirena de la tecnología han atrapado a directores y espectadores, primando la consecución de una estética más próxima a la mostrada por los videojuegos, conformando un cine trufado de ensordecedores sonidos, un compendio de imágenes restallantes que desfilan por la pantalla, de una forma tan incesante que durante su visionado uno se figura que el equipo de rodaje haya formado parte de un experimento militar de alto secreto sobre el uso terapéutico de las anfetaminas, en suma, un cine destinado a un público palomitero y adocenado, aún asombra hallar la prueba de que mucho antes de que entre nosotros se instaurara el reinado tecnológico los mimbres empleados por los cineastas resultaran mucho más simples, y, sorprendentemente, mucho más efectivos.
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