Un espacio destinado a charlar acerca del cine, saboreando una taza de café (puede que más), sentados en torno a una mesa. Por el simple gusto de hablar por hablar acerca de una pasión compartida por una reducida infinidad, así nomás como son estas cosas.

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viernes, 29 de mayo de 2009

MENOS ESTRELLAS QUE EN EL CIELO PERO LOS PIES EN LA TIERRA


Rick Blaine
[rompiendo la tarjeta que le ha entregado] :-Gaste su dinero en el bar.
Alemán:-Eh, ¿sabe usted quien soy yo?
[Rick le devuelve la tarjeta hecha trozos].
Rick Blaine [fríamente] :-Sí. Tiene suerte de que el bar esté abierto para usted.

Diálogo entre Rick Blaine (Humphrey Bogart) y un banquero alemán (Gregory Gaye) en la película “Casablanca” (“Casablanca”, Michael Curtiz, 1942).




Acerca de los diferentes aspectos bajo los que acostumbraba a mostrarse el carácter de Norberto cabría mencionar sin ánimo estricto una infinidad de particularidades. Un ejemplo: aunque por lo común se mostraba como alguien bienhumorado, si obviamos a modo de excepción para el talante habitual una cierta tendencia a sufrir recaídas ocasionales en el seno de la melancolía más profunda, esto no era óbice para que llegado el caso pudiera enfadarse hasta un grado bastante desagradable, siempre y cuando las cosas se desmandaran; una herencia sin duda proveniente de su pasado como camarero en aquel galpón de la Legión enclavado en el Sahara.
Otra cosa a destacar sobre él era su patente falta de capacidad para sobrellevar mínimamente a cuantos se recreaban pavoneándose en su presencia, ufanándose sobre el caudal de conocimientos que poseían, o más bien creían poseer. Aunque a fuer de sinceros Norberto solía respetar, siempre y cuando le respetaran tanto a él como a los demás parroquianos. Prueba de esa tolerancia era que a pesar de sus plomizas intervenciones aún permitía que Dragó se dejara caer de cuando en cuando por el local, mas sin que esta libertad pudiera ser tomada como un visado válido a perpetuidad.
Además cabría añadir que generalmente trataba a todo el mundo por igual, no haciendo distingos a partir de profesiones, vestimentas, clases sociales o familias. Si alguien, fuera quien fuera, se emborrachaba en exceso y amenazaba por ello con acabar por faltar a alguien, o quizás sólo por demostrar en plena ebriedad, y a grandes voces, sus dotes innatas para la práctica del karaoke, le despachaba con prontitud. Le era indiferente tanto si el que así obraba era su amigo Pepe, “el Curda”, cuando alguna que otra vez se desenfrenaba bien con sus versiones personalísimas del “Lago de los Cisnes”, o bien pretendiendo emular con escasa fortuna las coreografías de Fred Astaire en “Sombrero de Copa”, o si quien se precipitaba al suelo desde lo alto de su taburete era el siempre trajeado y presumido Diego Antúnez, el directivo del centro comercial, presa de los síntomas del karoshi al cabo de cinco whiskies rebajados con agua mineral. Siempre obraba de la misma forma: se acercaba a lentos pasos al individuo concreto y empleando unos muy buenos modos pero no por ello una menor firmeza le sacaba prontamente del local, cogido por el hombro en un abrazo firme que casi recordaba al de un oso, aunque siempre, pero que siempre, después de reclamar por teléfono a un taxi para que recogiera al así expulsado para llevárselo consigo, lejos, a dónde tuviera a bien.
Sí, podrían mencionarse tantas y tantas cosas acerca de Norberto... Pero la que destacaba de largo sobre las demás era que nunca anteponía el beneficio personal y las oportunidades de negocio que se le ofrecían a los derechos conferidos a sus clientes de siempre. Eso quizás explicara mejor que cualquier tratado de economía el que no se hallara montado en el dólar ni que por tanto tuviera el riñón lo que se dice forrado. Qué quieren que les diga, era de otra pasta, de una muy especial y poco extendida. Don Celso no habría podido escoger mejor al sucesor que acabaría por sustituirle al frente del negocio.
A modo de prueba de cuanto les digo me basta recordar una anécdota. Trata sobre la ocasión en la que se personaron en el local un grupo de unos siete u ocho hombres, a cual más trajeado, prestando escolta a una mujer muy menuda, enfundada en unos vaqueros y una camiseta de Carolina Herrera, que portaba unas negras gafas de sol de Chanel, dos tallas más grandes de lo que sería prudente para preservar la propia estética, siempre y cuando uno no se dedicara a la práctica de la soldadura autógena. Mientras que uno de los miembros de la comitiva se acercaba a donde se hallaba Norberto los demás se quedaron un poco rezagados, examinando con mucho interés la disposición de los objetos en el interior del local.
La tarde hasta ese momento se había venido desarrollando en un clima de morosidad y calma; por los altavoces del equipo estereofónico emanaban sutiles los sones de Stephane Grappelli y “DjangoReinhardt con su grupo, el Quinteto del Hot Club de Francia. Naturalmente tras la irrupción del grupo, alborotando el ambiente con sus voces y sus movimientos incesantes, propios de un enjambre de abejas dentro de una colmena, a ese clima no le quedó otra posibilidad que hacer humildemente mutis por el fondo.
Antes de atender al desconocido a Norberto le llamó la atención la actitud desenvuelta con la que se manejaba la recién llegada entre los miembros de su séquito: no bien se hubo despojado de las descomunales gafas de sol juntó sus dos manos ante los ojos ahora descubiertos, escrutando con suma atención a través del recuadro así conformado el retrato de don Damián-Ricardo III, las paredes empaneladas en madera y las mesas y sillas que databan de la época en que Gino, su primer dueño, había abierto el establecimiento al regreso del frente
Al tiempo, ajeno a las evoluciones de sus compañeros, el desconocido entabló conversación con el barman.

-Buenos días, yo buscaba al propietario.

Su voz se mostraba muy educada y el tono con el que había pronunciado su petición indicaba a las claras que procedía de Madrid. “¿Qué querría aquella gente?”, se preguntó el barman.

-Soy yo.
-¡Ah!, entiendo. Verá usted, mi nombre es Julio Serratosa y pertenezco a la cúpula directiva de la productora Cinefilia Zapico-Blaine y Asociados. Quizás acaso haya oído hablar usted de nosotros.

Y extendió una cartulina a modo de tarjeta de visita, elaborada en un papel verjurado de alto gramaje, color blanco roto.
Norberto en su vida había oído hablar de semejante productora y su silencio lo probó. No obstante recogió la tarjeta que le tendían aunque sin prestarle demasiada atención.

-Bueno, no importa -dijo el extraño, su sonrisa no ocultaba su contrariedad-. Lo cierto es que hemos venido hasta aquí porque nos encontramos muy interesados en su local.
-No está en venta.
-¡Oh, no! Usted no me ha comprendido -dijo Julio Serratosa al tiempo que con la mano derecha se desabrochaba la chaqueta de su traje de dos mil euros, dejando ver el pisacorbatas de oro, acción con la que consiguió su propósito de que la luz procedente de los halógenos arrancara brillos al metal precioso-. Nosotros no tenemos intención de comprárselo, tan sólo queremos alquilárselo.
-Tampoco está en alquiler.
-Perdone -un tanto contrariado por la hosquedad del barman-, esto, ¿usted se llama?
-Norberto.

Quien le conociera sabía que su laconismo tenía su razón de ser. No le gustaba aquel individuo, no le gustaban sus amigos y, ¿podía saberse a qué diablos se dedicaba aquella mujer, husmeando por todos los rincones a través del hueco de sus manos? Naturalmente sólo sus ojos exteriorizaron una pequeña parte de estos pensamientos, por lo demás su rostro permanecía absolutamente pétreo.

-Bien, Norberto. No voy a irme por las ramas. Lo que he pretendido explicarle es que nos hayamos muy interesados en alquilar su local. Nos gustaría gozar de su colaboración para poder rodar algunas escenas de nuestra película en su interior. Ya nos hemos pasado buena parte de la tarde localizando exteriores y este establecimiento en concreto -hizo un gesto amplio con el brazo extendido para abarcarlo- nos ha provocado una reacción, cómo describírsela, casi mística. Eso es, una experiencia puramente mística.

Norberto se le quedó mirando de hito en hito. Muchos clientes que paraban por allí habían terminado por sentir esa clase de padecimientos u otros muy similares aunque por lo habitual siempre después de haber bebido en exceso.

-Por eso queríamos alquilárselo durante una semana. Según nuestro estricto plan de rodaje no nos llevaría mucho más tiempo. Por supuesto antes tendríamos que pactar un precio justo a modo de compensación por las molestias que le ocasionaría el cierre, y desde luego -miró a la extraña mujer que ahora se había detenido de nuevo ante el cuadro de Don Damián, en su pose teatral caracterizado como Ricardo III- antes habría que contar con el visto bueno de ella.
-¿Y quién es ella, si no es mucha molestia?

Si Julio Serratosa se había mostrado contrariado al comprobar que Norberto nunca había oído pronunciar el nombre de su productora ahora casi estuvo a punto de sufrir una experiencia muy diferente al éxtasis místico, mucho más próxima en verdad al más clamoroso de los estupores.

-Pero, Norberto, ¿acaso no sabe usted quién es ella? De verdad que no puedo concebir que no la haya reconocido. Se trata de la genial -recalcó el adjetivo marcando notoriamente la última sílaba- Sophie Blystone, la afamada directora de cine norteamericana. Hace un escaso par de años estuvo nominada a los oscar por su película intimista con ribetes de extroversión “Coffee in Upper East Side
[1]. Usted sin duda tiene que haberla visto en el cine. Si hasta en Cahiers du Cinema le dedicaron un amplio reportaje.
-Pues no. Voy poco al cine. Mi trabajo me ocupa mucho tiempo…
-Ya, comprendo.

Respuesta que en su laconismo encierra la prueba de que entre ciertos productores cinematográficos y los psiquiatras existen muchas más coincidencias de las que los miembros de ambos gremios profesionales se atreverían a confesar.
En esas uno de los miembros de la comitiva que previamente había estado departiendo con la directora de cine, un hombre de baja estatura y cara de ardilla, se acercó a Julio.

-Está encantada, macho. Le chifla el local, si hasta quiere comprar ese cuadro de la pared, el del viejo disfrazado con esas pintas tan estrafalarias, para colgarlo en su dúplex de Park Avenue, junto al retrato fotográfico que le hizo Annie Leibovitz.

Como corroborando esta afirmación los tres oyeron con suma claridad como Sophie Blystone, en medio de lo que sin que pudieran albergarse dudas al respecto pasaba por ser una genuina experiencia ultraterrenal, digna de una Santa Teresa transida por la magnificencia de la visión divina, pronunciaba en un tono bastante elevado las siguientes palabras: “beautiful, beautiful, beautiful, it´s fantastic!”.

-¿Qué le había comentado a usted? -dijo Julio Serratosa al percibir su goce-. Le apasiona este sitio, y además le pagaremos en euros, no en dólares, ya me encargo yo de eso, déjelo de mi cuenta, usted no tiene ni que preocuparse por nada. Calculo que podremos llegar hasta los catorce mil, en efectivo por supuesto. Aunque tendrá que firmarnos un recibí porque los chicos de contabilidad, ya sabe cómo son esos tipos, son muy suyos a la hora de justificar gastos. Es muchísimo más de lo que le reportaría el poner cervezas y cafés durante esa semanita, y sin tener para ello que dar golpe siquiera. Y bien, ¿qué me dice usted? ¿Podemos empezar a hacer negocios, Norberto?

Lo de que hubieran elogiado el establecimiento no le desagradó, al contrario, le llenó de sincero orgullo. Ahora bien, lo de que aquel fulano con cara de roedor hubiera calificado a don Damián de viejo disfrazado, y que encima a él el tal Julio Serra lo que sea le hubiera considerado poco menos que como un muerto de hambre al que podría comprar por medio de su maldito dinero colmó el vaso de la poca paciencia que le restaba. La gota que lo hizo rebosar fue la sonrisa de falsedad que se le había quedado al directivo al considerar que aquella cifra tan fabulosa iba a terminar por convencerle.

-No hay trato.

Si en ese momento hubieran tratado de sacarle algo de sangre al productor, en el supuesto de que la tuviera, desde luego que deberían haberle pinchado más que a un faquir. Más pálido que un folio de papel sólo alcanzó a tartamudear a modo de réplica:

-Pe... pe... pero, ¿por qué? Si es una cuestión de dinero creo que podríamos ofrecerle un poco más aunque, como imagino que ya se habrá hecho cargo, nuestro presupuesto se haya muy ajustado, los del departamento financiero se subirían por las paredes si nos pasamos y...
-No es por el dinero.
-Entonces créame que no le comprendo, Norberto.
-Es que verá usted, ocurre que se da el caso de que mi religión me prohibe mantener relaciones de cualquier clase con el mundo del cine.

Julio Serratosa no era un estúpido, por algo había llegado a la cumbre de la productora, podía comprender fácilmente cuándo alguien le estaba tomando el pelo y desde luego también cuándo una negociación se le había escapado de las manos y no quedaba otra que darla por concluida cuanto antes. Por eso mismo dibujó una vez más la sonrisa en su rostro y le tendió la mano derecha a modo de despedida, nada más que como un gesto mecánico sin una mayor trascendencia formal.

-Ha sido un placer charlar con usted, Norberto. No se inquiete, ya no le molestaremos más.

El compañero que se había acercado a ellos para comunicarles la emoción extraordinaria en la que se había visto sumida la directora cinematográfica aún se atrevió a formularle una pregunta a Julio. Se olía a distancia que no era más que un asistente novato.

-Pero, ¿entonces...?

Algunas miradas taladran y otras pueden incluso conducir a la más horrible de las muertes a su receptor. Pues bien, la que le lanzó Julio Serratosa al asistente era de esas que fulminan al simple contacto. A continuación ambos se alejaron de la barra hacia la directora, para comunicarle la negativa categórica del propietario.
Como si alguien hubiera arrojado una piedra de carbón candente en un balde de agua no tardó en producirse un cónclave burbujeante y agitado durante el cual palabras anglosajonas como “son of bitch”, “fuck off”, “shit” y otras similares con sólo cuatro letras sustituyeron a los previos “beautiful” y “fantastic” y la comitiva abandonó el local sin molestarse siquiera en saludar a Norberto, tal y como por otro lado ya habían hecho al hacer su entrada.
Aunque debo añadir que Sophie Blystone, antes de encajarse sobre su rostro las desproporcionadas gafas de soldar sí que se permitió arrojar unos rayos centelleantes en dirección al barman, y no precisamente de sol, a través de las ranuras en las que se habían convertido sus ojos entrecerrados.


Y ya no tengo nada más que añadir, es todo cuanto quería decirles sobre el bueno de Norberto.



[1]Se trata de un barrio elitista situado en la mitad este de la isla de Manhattan, junto a Central Park. Acoge a los neoyorquinos más adinerados. Allí se enclavan calles míticas tales como la Quinta Avenida y Park Avenue (antiguamente conocida como la Cuarta Avenida).

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