Cuando era niño adoraba los westerns, una herencia de los gustos propios de mi padre, ayudado por la circunstancia de que los primeros actores a los que puse nombre, gracias a mi madre, fueron precisamente John Wayne y Robert Mitchum. Por aquellos días yo había establecido una clara distinción entre los que para mí eran los dos grupos en los que podían dividirse las películas de ese género.
Por una parte las películas de vaqueros propiamente dichas. Aquellas en las que el argumento se desarrollaba a partir del enfrentamiento del protagonista (el bueno) contra la caterva de los malvados de rigor, capitaneados por algún líder poco dado al enfrentamiento directo, pues ya disponía de la ayuda del Malo, con mayúsculas, aquel cuya cara mostraba su condición de consumidor compulsivo de pastillas para combatir la que parecía ser una permanente acidez estomacal, vestido siempre de negro negrísimo, desde los pies hasta la cabeza, y con dos pistoleras en las que reposaban sendos Colts. Ese era una de los grupos.
Del segundo formaban parte aquellos títulos en los que se narraban las luchas entre los “hombres blancos” (casacas azules o, en su defecto, alguna columna de colonos que disfrutaban de la inmensa suerte de disponer de la ayuda del protagonista, el bueno; en determinados casos incluso aparecían ambos) y los indios. Aunque a veces se narraran incluyendo unas pizcas de humor.
El párrafo anterior me sirve para ponerles en situación. Una vez encaminados ciñámonos ya sin más digresiones al tema central de este artículo. Si recuerdan alguna de esas películas “de indios” (o “de pieles rojas”, como las llamaría Guillermo Brown) tal vez puedan imaginarse la figura de Alan Ladd, o quizás la de James Stewart.
Que nadie busque tres pies al gato; mediante la inclusión de ambos en una misma frase no pretendo dar lugar a comparaciones odiosas, sus respectivas estaturas como centro y pretexto. Bien, hablaba de las “películas de indios”, y ponía como ejemplo a dos actores, sólo por citar alguno, y ahí me quedé. Por lo tanto prosigo en el siguiente párrafo, punto y aparte mediante.
En dichas películas (no teman, no voy a repetir otra vez el soniquete de “películas…”) asistíamos a la comunicación entre ambos grupos, hombres blancos (Alan Ladd y James Stewart, por ejemplo[1]) por una parte e indios por otra, utilizando para ello la lengua propia de los segundos. Y aquí surge una pregunta: ¿y si los actores hubieran hablado en un perfecto español, sin necesidad de acudir al empleo de otro idioma?
Esa fue la piedra que lancé al estanque, lo que sigue son las ondas que deformaron su superficie, antes plácida y serena.
La búsqueda de información acerca de Fortunio Bonanova para elaborar un artículo anterior me llevó a plantearme el recabar más información acerca de aquellos que acabaron recalando en la denominada Meca del Cine, en una peregrinación que en no pocos casos acabó por convertirse en definitiva. A este respecto pueden mencionarse los casos pioneros de varios compatriotas que, ya durante la etapa del cine mudo (silent movies), trataron de ganarse el condumio, y labrarse una cierta fama si esto también fuera posible, mediante su trabajo en la industria cinematográfica estadounidense, en algunos casos incluso logrando ambos fines[2].
Antonio Moreno (1888-1967), madrileño de nacimiento, quien acabó emigrando a los Estados Unidos en el año 1902, y que al cabo de múltiples peripecias terminaría por ser contratado por la Universal en 1912, aunque sólo para participar en una película de episodios[3].
Tras una larga carrera la irrupción del sonoro, lejos de apartarlo de la actuación ante las cámaras, consolidó más si cabe su posición, mas de forma tan sólo momentánea, pues no tardaría en acabar languideciendo en producciones cada vez menos relevantes.
Así en 1950 nos lo encontramos en una película acompañando a Cary Grant (un actor ya consagrado y que ya hacía mucho que había dejado de ser el nuevo Gary Cooper), José Ferrer, Ramón Novarro[4] (ya maduro, mucho) y Gilbert Roland. Por cierto que los dos últimos eran dos mejicanos de Durango, llegados a Hollywood en la época del cine mudo.
Sin ánimo de ser exhaustivo también cabría citar a Ramón Crespo (1900-1997), aunque en su caso contaba con una consistente formación teatral a sus espaldas, quien llegó a California en 1926.
Tras una larga carrera la irrupción del sonoro, lejos de apartarlo de la actuación ante las cámaras, consolidó más si cabe su posición, mas de forma tan sólo momentánea, pues no tardaría en acabar languideciendo en producciones cada vez menos relevantes.
Así en 1950 nos lo encontramos en una película acompañando a Cary Grant (un actor ya consagrado y que ya hacía mucho que había dejado de ser el nuevo Gary Cooper), José Ferrer, Ramón Novarro[4] (ya maduro, mucho) y Gilbert Roland. Por cierto que los dos últimos eran dos mejicanos de Durango, llegados a Hollywood en la época del cine mudo.
Sin ánimo de ser exhaustivo también cabría citar a Ramón Crespo (1900-1997), aunque en su caso contaba con una consistente formación teatral a sus espaldas, quien llegó a California en 1926.
Y a otros muchos…
Lo que vendría a caracterizar a muchos de los actores que decidían hacer las Américas era su participación en películas rodadas en español. La industria cinematográfica, como cualquier negocio, se percató durante la transición del cine mudo al sonoro de que Latinoamérica constituía un gran mercado potencial para las películas estadounidenses (sin olvidarse obviamente de nuestro país), siempre que a modo de paso previo y necesario, se procediera a rodarlas en español. Nacieron de esta forma, por un interés puramente mercantilista, las dobles versiones: española y anglosajona. Para ello la Paramount abrió un centro de producción en unos estudios situados en las cercanías de París, en Joinville-le-Point; mientras que por su parte la Metro optaba por permanecer en casa, en la siempre soleada California.
Pueden recordarse títulos tales como “Evangelina o el Honor de un Brigadier”, en la que participó el propio José Crespo, y que contaba con guión del propio autor, Enrique Jardiel Poncela, quien durante un tiempo bastante corto vivió en Los Ángeles. Su incapacidad para dominar mínimamente el inglés motivó su pronto regreso de su etapa americana. O también el “Drácula” (1931) de Tod Browning, para la que se realizó una versión en español, protagonizada por Carlos Villarías, y que según muchos incluso supera a la original[5].
Al hilo de ese reconocimiento resulta gratificante el hecho de que la adaptación de esa película para su versión adicional en español fuera obra de un llanisco (natural de Llanes, Asturias) donde había nacido un 26 de septiembre del año 1878, siendo bautizado como Baltasar, premonitorio nombre, y con los apellidos Fernández Cue. Un hombre que durante muchos años trabajó allende el Atlántico simultaneando sus ocupaciones como guionista y como periodista. Su muerte, en 1966. se produjo al retornar de su exilio, destino alcanzado tras huir de la prisión en la que había sido confinado por su abierta colaboración con el gobierno republicano.
A continuación, y a pesar de que vuelvo a repetir que no se haya en mi ánimo la exhaustividad, y a modo de apropiado y justo homenaje, reseño una lista con los profesionales que marcharon a Hollywood (los que optaron por Joinville pueden encontrarse en cualquier tratado dedicado al tema): Benito Perojo, Edgar Neville, José López Rubio, Miguel Mihura, Enrique Jardiel Poncela, Antonio Vidal, Rafael Ribelles, Conchita Montenegro,…
"El Viaje a Ninguna Parte" (Fernando Fernán Gómez, 1986)
Como estudiante cuya buena parte de su vida lectiva discurrió durante la etapa pre-LOGSE, a lo largo del artículo he empleado el sustantivo español para hacer mención a nuestra lengua común, por referirme a ella en relación al inglés, entendiendo que el acudir al uso del término castellano sólo tiene su razón de ser cuando se la relaciona con el resto de lenguas y dialectos hablados en nuestros hogares. G. K. Dexter.
[1]Ver el final del anterior párrafo.
[2]Edgar Neville llegaría a dirigir una película de escasa repercusión acerca de este tema: “Yo quiero que me lleven a Hollywood” (1931).[3]Bastante famosas por aquella época y a cuya clase pertenecen las denominadas del “rescue in the last minute” (rescate en el último minuto, aplicando la técnica conocida en el argot cinematográfico bajo el nombre de "cross-cutting" o "montaje paralelo", la simultaneidad de dos o más historias, una técnica debida al genio de D. W. Griffith); así llamadas a consecuencia de que poseían la característica común y definitoria de incluir en su parte final el rescate de la protagonista de las garras de una muerte segura, astutamente planeada por parte del malvado, gracias a la salvadora intervención del tópico héroe: tendida sobre las vías del tren, atada de pies y manos, un tren expreso que avanza a todo vapor hacia ella, etc, etc.
Podemos recordar el sentido homenaje a las películas mudas y a las cómicas en concreto (incluidas las sonoras, pues la dedicatoria explícita es para Stan Laurel y Oliver Hardy) que Blake Edwards rodó bajo el nombre de “La Carrera del Siglo” (“The Great Race”, 1965), con Tony Curtis, Jack Lemmon, Natalie Wood y Peter Falk.
Por supuesto también existen ejemplos en la cinematografía española de esta clase de seriales: series de episodios encadenados tomando como ejemplos las obras folletinescas del siglo XIX. El primero lo rodaría Juan María Codina, llevando un título dotado de un nada desdeñable sabor local: “Los Siete Niños de Écija” o “Los Bandidos de Sierra Morena” (1911-1912). A causa del éxito cosechado por el primer episodio se rodaron dos más (¿a alguien le resulta familiar esta fórmula?, episodio piloto, éxito y ¡adelante!). Aún trataría de repetir una vez más la campanada mediante “El Signo de la Tribu” (1915); una vez hallado el filón, ¿por qué no aprovecharlo?
Sin embargo, a pesar de los ejemplos citados, será preciso esperar hasta la traslación al celuloide de las aventuras de Diego Rocafort para encontrarnos con una obra que verdaderamente crea un género. Se trata de “Los Misterios de Barcelona” (¿una traslación espacial pre-Woody del folletín literario de Sue, “Los Misterios de París”?). A lo largo de los años 1915 y 1916 se rodarían un total de ocho episodios protagonizados por este personaje, heredero directo del conde de Montecristo de Alejandro Dumas padre.
Al frente del proyecto se encontraba Alberto Marro, junto al ubicuo Codina.
[4]Actor que participó en la primera versión de Ben-Hur, la de Fred Niblo, allá por 1925, pero que también participó en “El Prisionero de Zenda” (1922), bajo el nombre de Ramón Samaniegos, interpretando a ese crótalo barnizado de noble que es Rupert de Hentzau.[5]La dificultosa dicción del húngaro Bela Lugosi es tenida por algunos como un elemento que lastra la película mientras que para otros es precisamente ese defecto aparente el que otorga a su caracterización del noble transilvano de su genuino atractivo.
[4]Actor que participó en la primera versión de Ben-Hur, la de Fred Niblo, allá por 1925, pero que también participó en “El Prisionero de Zenda” (1922), bajo el nombre de Ramón Samaniegos, interpretando a ese crótalo barnizado de noble que es Rupert de Hentzau.[5]La dificultosa dicción del húngaro Bela Lugosi es tenida por algunos como un elemento que lastra la película mientras que para otros es precisamente ese defecto aparente el que otorga a su caracterización del noble transilvano de su genuino atractivo.
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