Al llamamiento del Emperador que le había sido comunicado en su aposento por el mismísimo chambelán en persona Apolonio acudió presto, a pesar de que la madrugada ya se encontraba bien entrada, no sin antes recoger un cofre elaborado en marfil ricamente labrado que permanecía depositado sobre una mesa. En muy pocas ocasiones se ocupaba el alto funcionario de tal clase de cometidos, lo cual revelaba que el llamamiento revestía una sobresaliente urgencia.
Por todo el pueblo era sabido que habitualmente el Emperador Justiniano solía mostrarse afable y generoso, mas nada impedía que ante la presencia de una súbita contrariedad mudara al punto su estado, presa de la más temible de las cóleras, o lo que aún resultaba peor, que mostrara una crueldad sutil no por ello menos terrible.
Apolonio, precedido por el adusto chambelán, penetró en la sala del trono, tenuemente iluminada por la luz que emanaba de algunas lámparas de bronce, aunque sí lo suficiente como para permitirle contemplar una vez más la magnificencia de los materiales y objetos que la decoraban. Rodeado por la presencia de vasijas, esculturas y magníficos materiales tales como terciopelo, oro y ámbar del Báltico, el Emperador gobernaba con puño de hierro sobre los territorios que formaban el Imperio Bizantino, el heredero del glorioso pasado de Roma; mas se mostraban incapaces de esconder su ambicioso deseo de extender su poder, algún día no muy lejano, hasta los límites que ocupara el Imperio Romano en vida del emperador Teodosio.
Al fondo de la gran sala aguardaba el gran Justiniano, su menudo cuerpo recubierto con una toga de un blanco de gran pureza, tejida en rica seda, en la que destacaban dibujos geométricos cosidos en hilo de color púrpura y oro; sobre la cabeza la corona de oro que probaba su altísima condición.
Dada la gran capacidad de trabajo desplegada por el soberano no había de extrañar que hubiera convocado a Apolonio a una hora tan tardía. Sin embargo éste se encontraba plenamente preparado para atender su petición, puesto que en su interior adivinaba la causa por la cual se requería su presencia a unas horas tan intempestivas.
Sin tan siquiera aguardar a que el Emperador se lo ordenara depositó a sus pies, sobre el suelo de mosaico, el cofre de marfil que portaba bajo el brazo. Ese gesto no pasó desapercibido para el Emperador, quien manteniendo intacto su profundo silencio y sin conceder un mayor interés a la perspicacia de Apolonio, por medio de un seco movimiento de su brazo derecho urgió al chambelán que se lo aproximara.
Una vez cumplido el encargo de su señor el chambelán se hizo a un lado, para terminar de pie, a medio camino entre Justiniano y Apolonio. Curiosamente sólo el segundo se encontraba pendiente de los ademanes del otro puesto que la atención toda del Emperador estaba concentrada en la labor de extraer del cofre su contenido. Y cómo refulgió en medio de centelleantes brillos dorados en cuanto los primeros rayos de luz procedentes de las lámparas acariciaron su superficie.
Entre sus manos Justiniano sostenía un códice, el códice que había encargado al calígrafo Apolonio, uno de los mejores entre aquellos que confeccionaban los códices purpúreos en el Taller Imperial, con la intención de regalárselo a su amada esposa Teodosia, la actriz, o meretriz, que unos años antes había conquistado por medio de sus encantos los favores imperiales primero y ganado el título de esposa del emperador después. El mismo códice para cuya confección no había dudado en prestarle un alojamiento en el Gran Palacio en tanto se prolongara su delicada manufactura.
Sólo unas horas antes se había engastado una última cornalina sobre su cubierta superior, en la que destacaban el fulgor dorado del oro, pues esa no sólo era la más intensa de las manifestaciones de la luz sino también la representante de la Gloria Celestial; y el intenso púrpura, el color cuyo uso quedaba restringido de forma exclusiva para la familia imperial.
A pesar de que las trémulas manos imperiales parecían negarse en sus torpes forcejeos a acatar sus deseos, Justiniano logró por fin abrir los dos broches que cerraban el códice y empezó a pasar con ligereza las hojas elaboradas con costosísima vitela. Mas cuantas más hojas pasaba y dejaba atrás más adusto era el rictus que se iba formando en su rostro. Cada una de ellas sólo estaba compuesta por una columna de texto escrito con negra tinta que, ocupando la mitad interior de cada una de ellas, se extendía casi desde el encabezado hasta unos escasos centímetros del pie.
A aquello sólo cabría considerarlo como una auténtica afrenta, máxime por estar recubierta por la púrpura del Emperador.
-¡Palabras, palabras, palabras,…! ¡Apolonio…! ¡No está iluminado!
Ante las palabras pronunciadas por el Emperador de inmediato el chambelán se dispuso a abalanzarse sobre el calígrafo, con intención de recibir después las instrucciones precisas acerca del tipo de tortura al que debería ser sometido como castigo para su insolencia, en las más lóbregas profundidades de las mazmorras del Gran Palacio.
Pero una orden tajante de Justiniano detuvo a medio camino la determinación del funcionario. Mientras, Apolonio, que desde que había ofrecido al Emperador el encargo ya concluso no había abandonado ni por un momento su posición humilde, a la par que rígida, sonreía con una ligera mueca, no menos enigmática a la vista de cuál iba a ser su horrible destino.
No era para menos pues, al calor insuflado por las manos de Justiniano, principiaron a aflorar poco a poco, en los antes vacíos espacios, a la misma vera de las columnas en latín, los dibujos de la mayor belleza y dotados de los colores más vivos que nunca a ningún creyente le hubiera sido dado contemplar en vida.
… El Códice de Apolonio.
"Púrpura y Oro" (extraido del volumen "El Señor de las Palabras").
-El señor Templeton, ¿supongo?
-Vaya, me ha reconocido...
-Sí. Algo me decía que iba usted a llamarme. Ya sé lo que me va a decir: en este artículo no encuentra ni una sola mención al mundo del cine, ¿verdad?
-¡Exacto!
-... Y obviamente desea que subsane esta... incidencia... lo antes posible. ¿No es así?
-Pues... sí.
-Bien. Sea.
"-Ese es el origen de mi gran descubrimiento. Pero se equivoca usted al decir que no podemos movernos de aquí para allá en el Tiempo. Por ejemplo, si recuerdo muy vivamente un incidente, retrocedo al momento en que ocurrió: me convierto en un distraído, como usted dice. Salto hacia atrás durante un momento. Naturalmente, no tenemos medios para permanecer atrás durante un período cualquierade Tiempo, como tampoco un salvaje o un animal pueden sostenerse en el aire seis pies por encima de la tierra. Pero el hombre civilizado está en mejores condiciones que el salvaje a ese respecto. Puede elevarse en un globo pese a la gravitación; y ¿por qué no ha de poder esperarse que al final sea capaz de detener o de acelerar su impulso a lo largo de la dimensión del Tiempo, o incluso de dar la vuelta y de viajar en el otro sentido?".
"La Máquina del Tiempo", Herbert George Wells.
"El Tiempo en sus manos" ("The Time Machine", George Pal, 1960)
Advertencia: por acá resopla un spoiler.
Esa escena final en la que el Viajero (Rod Taylor) abandona nuevamente el presente para partir hacia el futuro, llevando consigo sólo dos libros, y la pregunta que uno de los invitados formula: cuáles serían los dos libros que uno transportaría para reconstruir una civilización...
6 comentarios:
A quien pueda interesar: suenan ahora mismo en mi lista musical los acordes de la B.S.O. de "Desafío Total".
Esta HAL...
Un autosaludo cinéfilo.
He disfrutado (como siempre), leyendo tu homenaje al Día del Libro. Me ha parecido completísimo, en todos los sentidos. El fragmento del Códice de Apolonio es impresionante. Y la peli de "El Tiempo en sus Manos", estupenda. Siempre ha sido una de las favoritas de un primo mío cinéfilo hasta la médula desde su más tierna infancia, de hecho se ha hecho su propia sala de cine y siempre ha coleccionado rollos originales de películas, compradas aquí y allá, por muchos Kms. que se tuviera que recorrer o dinero que pagar. No se dedica al cine profesionalmente, pero como hobbie, ocupa todas sus horas desde siempre... En fin, que esa peli me la he visto infinidad de veces gracias a su influencia, y me encanta!
Saludos Dexter!!
Blas.
“Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica”.Prólogo de “Biblioteca Personal. Prólogos”, Jorge Luis Borges.
Prodigiosa la anécdota acerca de tu primo. En verdad te digo que él sí que es un auténtico y genuino cinéfilo, o al menos alguien que ha logrado materializar el objeto del que están forjados sus sueños.
Un saludo cinéfilo.
Perfecta la descripción del libro por Jorge Luis Borges...
Y sí, más que una anécdota podría decirse que es la descripción de la vida de mi primo. Hablar con él de cine es alucinante, se aprenden muchísimas cosas, y recibes multitud de consejos y apreciaciones cinematográficas que siempre procuro seguir, e infaliblemente son acertadas.
Saludos!!
Blas.
Te envidio, sanamente. No es un primo, es un tesoro.
Un saludo cinéfilo.
Jejeje, Dexter... No me envidies. Es un tesoro cinematográficamente hablando... En otros aspectos, la palabra "vampiro" lo define muy bién...
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